EDITORIAL

Gemas biológicas

Tan fascinantes como indefensas, tan complejas como frágiles y con una belleza tan deslumbrante como amenazada, las orquídeas constituyen una familia de plantas cuya floración puede equipararse con una gema, debido a su innegable valor simbólico, estético y, sobre todo, biológico. Existen miles de especies en todo el mundo, y en Guatemala se contabilizan alrededor de 800, aunque muchas de ellas prácticamente han desaparecido del hábitat natural.

La destrucción total o parcial de bosques, el cambio de uso de suelos, la desaparición de determinados tipos de insectos, el cambio climático y los patrones de precipitación pluvial constituyen algunos de los factores que afectan la sobrevivencia de diversas especies de flora, entre ellas, por supuesto, las orquídeas. A ello se suma su extracción, a veces desde reservas naturales nacionales, para comercializarlas. Esto, a menudo, tiene un desenlace fatal porque se les priva de su interacción con hongos o componentes ambientales claves para su subsistencia.

Existen sendos esfuerzos de investigación y conservación impulsados por las universidades Landívar, Del Valle y San Carlos de Guatemala, y también proyectos idealistas, educativos y patrióticos como la Estación Experimental del biólogo Fredy Archila, la reserva privada Orquigonia o actividades de la Asociación Nacional de Orquideología, que cada año presenta una exposición de ejemplares de esta especie, actividad que esta vez arriba a sus 50 años y tendrá lugar esta semana.

Esta atención no es casual ni reciente. Ya en 1722, el célebre cronista colonial fray Francisco Ximénez incluyó descripciones y dibujos de orquídeas en su obra Historia Natural del Reino de Guatemala, un tema ampliamente explorado por el etnobotánico y académico Miguel F. Torres. En ese mismo sentido de divulgación, Revista D, de Prensa Libre, publica semanalmente, a página completa, la fotografía de una orquídea guatemalteca, algunas características, su distribución y estatus de riesgo, que usualmente es medio o alto. No se trata solo de vegetales vistosos o exóticos, sino de verdaderos indicadores ecosistémicos.

No es exagerado afirmar que la extinción de orquídeas en ciertas regiones del país constituye un preludio de impactos ambientales sobre las comunidades humanas. En otras palabras, no debería tomarse con tanta displicencia la creciente escasez de estas especies. Son algo más que un ornamento o un capricho de la naturaleza: son el resultado de miles de años de evolución adaptativa, que a menudo es endémica, lo cual significa que solo existe en Guatemala.

Finalmente cabe recordar que uno de los símbolos patrios, la monja blanca, otrora abundante en montañas de Quiché y las Verapaces, hoy prácticamente no existe en estado silvestre. Los esfuerzos del biólogo Archila por reproducirla y reinsertarla en fincas privadas han tenido satisfactorios resultados.
Aún existe la posibilidad de que se descubran especies de orquídeas no registradas por la ciencia, pero se ve reducida por la continuidad de prácticas destructivas, a menudo impulsadas por grupos criminales o por malentendidas reivindicaciones de acceso a tierras para agricultura. Las orquídeas somos nosotros.

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