EDITORIAL

Integridad es la meta

Existen muchos maestros verdaderamente apasionados del cambio, la transformación y la reinvención de la sociedad a través de una renovación del aprendizaje, tanto de sus metodologías como de sus contenidos y metamensajes. Desde hace tres décadas se impulsan ideas de descentralización del aula, de mayor impulso a la participación del alumno en su aprendizaje y de la necesidad de docentes actualizados, pero sobre todo convencidos que de que su trabajo marca las vidas de personas reales.

Es lamentable que existan individuos enquistados en el aparato educativo público, sin especialización universitaria, sin vocación de servicio, sin afanes de superación, sin tolerancia a la crítica y sobre todo sin escrúpulos, puesto que solo buscan privilegios y fomentan el clientelismo. Los maestros inteligentes, proactivos y visionarios saben que día a día en el presente se labran futuros, que su labor va más allá de un sueldo mensual y que no enseñan solo con repetición de contenidos de un pensum, sino con su actitud y testimonio de vida.

El recientemente anunciado retorno a las aulas, al menos en formato híbrido, después de prácticamente dos ciclos escolares a distancia, constituye un parteaguas en procesos educativos de todo nivel. No es solo una vuelta a la presencialidad física, sino un desafío para todo docente, que se encontrará con alumnos muy distintos de aquellos que dejaron de asistir a clases el 13 de marzo del 2020, y no se diga los niños que comenzaban su etapa preescolar en aquel momento.

La crisis del coronavirus tomó por sorpresa a todos los educadores y educandos, a los padres de familia, a los planteles e incluso a los prestadores de servicios digitales. Poco a poco florecieron las clases en línea, a través de múltiples plataformas, equipos y materiales auxiliares. La docencia tiene hoy más herramientas que nunca, los errores han sentado lecciones ejemplares y los aciertos apuntan a nuevos paradigmas. Una asistencia concreta no puede ni debe significar un retroceso a la vida educativa de antes sino, por el contrario, completar el camino de mejora, eficiencia y autonomía que se ha transitado hasta hoy.

Los abordajes pueden variar, pero la aspiración de fondo debe unificarse, como país, a favor de una perspectiva de desarrollo intelectual, actitudinal y técnico. El objetivo concreto es proveer a las mentes jóvenes de capacidades que les permitan insertarse en el mercado laboral, ya sea bajo contrato o como emprendedores formales. Esto no riñe con la formación de capacidades numéricas, analíticas, de comprensión lectora y dominio de un segundo idioma, entes básicos para que prosigan una formación universitaria.

Sin embargo, el mayor desafío de esta nueva etapa es el mismo que prevalecía antes del coronavirus: crear una sólida ética ciudadana, fomentar una apertura al aprendizaje basado en razonamiento y no en memorización, encender el motor de la curiosidad del niño y desactivar esa perniciosa inercia que únicamente invita a “ganar el año” como un requisito fundamentado en punteos. Si bien todo aprendizaje debe ser evaluado con estándares comparables, no se trata de una fábrica en serie, sino de un apostolado cuya meta última es la formación de seres humanos íntegros.

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