EDITORIAL

La corrupción mata de muchas maneras

Por más discursos patrioteros, seudonacionalistas y hasta plagados de frases mercadológicas, buena parte de la corrupción, tanto a escala de escándalo como en modo hormiga, a través de sobreprecios, amaños y contrataciones de allegados, recae sobre las cabezas de politiqueros, algunos de los cuales buscan mimetizarse y relanzarse en un entorno preelectorero para conseguir puestos por intercambio de favores o simplemente servir de bisagras para pactos dañosos.

Los casi Q30 mil millones del botín anual de la corrupción en Guatemala, calculados en un análisis de Global Financial Integrity, no son difíciles de creer y, por el contrario, surgen inquietudes de un monto mayor, sobre todo en cada último año de gobierno, cuando los que se van ponen en práctica la llamada “ley de Hidalgo”: tonto el que deje algo. Tal actitud deleznable y oculta al ojo público se ha repetido lo suficiente como para que la ciudadanía vuelva a caer en la trampa del populismo y de los sinsentidos divulgados por hordas de netcenteros. Ríos de tinta han corrido sobre tales desmanes, por lo cual no se puede alegar ignorancia.

Puede ocurrir también que cierta parte de la población crea que dichas sustracciones al erario le son ajenas, que no afectan sus intereses, que son casos excepcionales y hasta que, “media vez haga algo de obra, que algo le quede”, una falacia que solo ha servido para acrecentar la banda de saqueadores disfrazados, que a su vez se ven acicateados por jueces venales, investigaciones parsimoniosas y acciones tardías de los entes encargados de la persecución penal: todo un caldo de cultivo de impunidad y latrocinio. A la larga, toda corrupción mata, por desnutrición, por carencias hospitalarias o por cárceles porosas, para citar tres ejemplos.

Poco ayudan resoluciones que más parecen dirigidas a congraciarse con procesados que a velar por la probidad como norma imprescindible para el avance de un Estado: a comienzos de septiembre, la Corte de Constitucionalidad resolvió que los delitos de corrupción podían ser conmutables; es decir que los condenados por tales ilícitos podían pagar multas para evadir el tiempo de la sentencia, prácticamente una burla al espíritu de las leyes de transparencia, sobre todo si se toma en cuenta que el principal objetivo de los corruptos es hacerse de ingentes cantidades de dinero. Cabe agradecer a los magistrados por tan memorable precedente y por tan constructiva interpretación de la Carta Magna en favor de una minoría.

La lucha contra la corrupción no tiene color político, y vale decir esto por la variopinta pertenencia partidaria de quienes hoy están procesados e incluso sentenciados por desfalcos, compras ilícitas, fraudes y otras mañas. En estos casos figuran incluso apellidos de abolengo devenidos en simples propiciadores del expolio, toda una vergüenza generacional, porque no únicamente mancha legados honrosos de antaño, sino que afecta el futuro de niños que están naciendo, hijos de otros niños que hace tres décadas no recibieron la necesaria atención para el desarrollo.

La contienda electoral del 2023, cuyos chispazos comienzan a manifestarse, es la última oportunidad de depuración de los tres poderes del Estado. No basta el cambio de personas, sino de la ruta del país. Se necesita un liderazgo sano, ético, alejado de las adulaciones o prebendas. Para empezar, urge un nuevo estatuto de servicio civil, de compras y una designación de cortes libres de la influencia de negociadores oscuros que solo tienen la vista en las ganancias o en las multas por pagar si llegan a ser atrapados.

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