EDITORIAL

Marrullera oferta del populismo represivo

Vergüenza ajena dan todos esos candidatos presidenciales y a diputaciones, incluyendo a muchos que ansían repitencia, que vociferan en mitines, en entrevistas, en foros y en el propio hemiciclo el ofrecimiento de reactivar la pena de muerte como si fuera una panacea. Invocar ejecuciones de unos cuantos delincuentes es uno de los más desesperados, falaces y resobados temas con los que intentan sorprender a los votantes en su buena fe pero cuya inteligencia obviamente no respetan.

Tratar de capitalizar politiqueramente la desesperación ciudadana ante el fenómeno delictivo es simplemente maquiavélico si no se tienen planes integrales. Intentar parchar en tiempo de campaña las omisiones, silencios y carencias del debate público mediante una propuesta inviable y disfuncional es oportunismo barato. Quienes tratan de pedir votos bajo semejante oferta solo dan evidencia inequívoca de su ignorancia acerca de los convenios internacionales firmados por Guatemala y tácitamente exhiben su falta de argumentos sistémicos, así como la carencia de cuadros profesionales para el servicio público en el área de seguridad.

Este populismo represivo usa la técnica propagandística de encasillar la culpabilidad de los males sociales en ciertos grupos para dirigir la indignación social hacia ellos. En un país son los asesinos, en otro los parricidas, en otro los pandilleros. Ciertamente son personas peligrosas, con perfil perverso y acciones dañosas a quienes no les conmueve la vida ni el dolor ni la dignidad ajena. Por eso están en la cárcel y se les recluye allí para aislarlos de la sociedad e intentar una rehabilitación. Los casos judiciales por delitos que ameritan la pena de muerte son minoría, y si a ello se suman los que llegan a veredicto de culpabilidad son aún menos.

En la actualidad, alrededor de 25 mil personas están recluidas en centros carcelarios, muchas de ellas en prisión preventiva. El hacinamiento es un problema desatendido desde hace décadas. Las extorsiones se urden, coordinan y ejecutan frecuentemente desde prisiones donde se supone que los convictos no tienen contacto con el exterior. El trasiego de teléfonos, equipos de internet y todo tipo de aparatos prosigue. En cada requisa se decomisan objetos ilícitos pero más tardan en sacarlos que en volver a entrar más. Pero sobre la reingeniería, depuración y transformación del sistema penitenciario ningún candidato propone nada serio.

Tal vez es desconocimiento o simple incapacidad. La corrupción y porosidad carcelaria es uno de los mayores lastres para el desarrollo comunitario, el comercio popular y la seguridad ciudadana. Existen ofrecimientos de asesoría internacional para reconvertir las cárceles y aislar a los reos peligrosos, pero la politiquería se conforma con invocar la pena de muerte para promocionarse y aparentar firmeza.

Al inicio del actual gobierno se anunciaron medidas para reforzar la seguridad carcelaria, incluyendo un penal de máxima seguridad que aún no existe. En febrero último se adjudicó la licitación de brazaletes de control telemático para descongestionar las prisiones, pero concretar el plan no parece prioridad. A los presidenciables les resulta más cómodo invocar métodos desfasados bajo el imaginario de fusilamientos o inyecciones letales que depurar el sistema penitenciario. Los sobornos, la trata de personas y los contrabandos resultan más redituables para esas camarillas que dejan pasar de todo, aunque ello ponga en riesgo a la población. Se esperaba que algo cambiara al llegar un exdirector del Sistema Penitenciario a la silla presidencial, pero no fue así.

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