EDITORIAL

Notoria desorganización del transporte público

Taxis compartidos se convierten en atestados microbuses, microbuses cobran antojadizas tarifas sin reportar impuesto alguno, autobuses repintados para parecer nuevos cobran pasajes que carcomen la economía familiar. Mucho antes del encarecimiento de los combustibles, ya existía el dinosáurico descontrol de municipalidades y Gobierno Central sobre precios, seguridad, calidad de servicio y estado de las unidades. La pandemia puso en pausa el problema, pero está de vuelta sin corregir, pero sí con aumentos demandados por parte de autobuseros.

A pesar de algunos operativos de policías municipales de tránsito, pululan los taxis sin permiso, improvisados en vehículos que a menudo no reúnen las condiciones mecánicas necesarias y no se diga el estado de tapicería, higiene o funcionamiento de vidrios o puertas, a menudo con música altisonante al gusto del piloto. Merolicos atraen pasajeros en ciertas esquinas y llenan los vehículos, con tarifas por persona que para una familia completa pueden resultar un auténtico atraco. No hay recibos ni facturas por servicio. Nadie sabe cuánto recaudan, porque no hay control tributario alguno: una competencia desleal contra empresas de taxis que pagan impuestos y mantienen sus unidades en buen estado.

Los costos de neumáticos, lubricantes, diésel y salarios de conductores ciertamente han puesto una fuerte presión sobre empresas que negocian una liberación de tarifas o bien un subsidio; ambas, soluciones de doble filo, porque por un lado puede crear una explosión de malestar ciudadano y por el otro codependencia, como la que amarró a ese sector por décadas sin mejoras tangibles.

En el sector de transporte extraurbano la situación no es menos complicada, puesto que a los factores antes mencionados se suman cuestiones de logística y seguridad, como la velocidad a la cual se desplazan las unidades, la falta de supervisión de tarifas y la virtual indefensión de los usuarios frente a pilotos y ayudantes, que en ocasiones revisan su celular al volante, rebasan en zonas peligrosas y efectúan maniobras temerarias que acarrean el riesgo de tragedias. Mientras tanto, la Dirección General de Transporte es una entidad anodina, clientelar, sujeta a veleidades y presiones.

La propia Ley de Tránsito, caduca y ambigua, deja lugar a que pilotos sin experiencia y sin permiso legal se hagan cargo de vidas y destinos, en una especie de ruleta de la suerte que puede llegar a terminar en sangre y muerte. No se trata solo de reformarla de manera presurosa, sino técnica. Es necesario convocar a todos los sectores involucrados para aportar sus necesidades y compromisos, a fin de trazar un proyecto de ley coherente, que abarque las responsabilidades de quien trabaja en el traslado de personas.

Parte de las visiones de solución pasan también por generar trayectos seguros y normativas que estimulen la locomoción pedestre o en bicicleta. Por ahora, varias de las denominadas “ciclovías” son solo pequeños tramos con sentido lúdico, que no abarcan más que unas cuadras. Tampoco es suficiente pintar unas líneas con logotipos de dos ruedas entre la acera y el área de paso de automotores. La transformación del concepto de transporte público en el país pasa por un cambio de paradigma, pero para ello se necesita de diálogos incluyentes, mentes abiertas y cero politización de los temas de interés ciudadano.

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