EDITORIAL

Profecía con pruebas

El siglo IX se caracterizó por el abandono de grandes ciudades mayas como Tikal, un enigmático fenómeno que ha suscitado diversas investigaciones e hipótesis. Ciertamente eran tiempos de gran convulsión política y pugnas entre reinos, pero el factor climático sin duda jugó un papel esencial, debido a una prolongada sequía que a su vez incrementó la importancia de los depósitos de agua, que en el caso de Tikal exhiben una severa contaminación con mercurio, fosfatos y cianobacterias que habría generado niveles de toxicidad que paulatinamente impactaron en la salud de gobernantes y gobernados, según un estudio recientemente divulgado por un equipo de científicos de Cincinatti, el cual se basó en muestras recolectadas en la emblemática ciudad maya hace una década y analizadas con tecnología de punta.

Si bien queda claro que no es la causal exclusiva del colapso, es evidente que ninguna comunidad humana puede subsistir sin agua apta para el consumo, y que dicho recurso era un componente importante de las responsabilidades administrativas de los gobernantes prehispánicos. De hecho, la gestión del agua sigue siendo un tema vital para la salud pública, la gobernanza y productividad. Lamentablemente ha sido relegado por décadas, su ordenamiento legal es endeble y ello arroja como resultado la contaminación de más del 75% de ríos y lagos del país.

Apenas hace un par de semanas se daba a conocer el derrame de desechos industriales en Manchón Guamuchal, un humedal de gran importancia localizado en Retalhuleu, con la consiguiente muerte masiva de especies acuáticas, pero se trata de situaciones lamentablemente recurrentes que a menudo involucran también a pobladores de localidades que lanzan basura o desagües de viviendas a las cuencas cercanas, sin importar que río abajo haya comunidades que utilicen esa misma agua.

Cada año son toneladas de desechos plásticos las que se recolectan en la desembocadura del río Motagua, o en las aguas del Lago de Amatitlán. Se trata de basura que queda tirada por las calles y que es arrastrada por las lluvias. Es un problema que parece no ser de nadie y que es a la vez de todos, pues también de todos son las consecuencias cuando llega el momento de la escasez, del encarecimiento del recurso y de las pugnas por los mantos freáticos.

Por si fuera poca la polución acuática, otras situaciones complementan el cuadro dantesco: la acelerada destrucción de los bosques, las ambiciones que se ciernen sobre reservas forestales existentes y las pocas acciones de Estado para trazar una visión de desarrollo sustentable con reglas claras y cumplidas de protección ecológica.

Cuidar el agua es un acto de elemental ética ciudadana. Optimizar su uso es un ejercicio de responsabilidad. Exigir a las autoridades municipales la construcción de plantas de tratamiento de aguas servidas es una creciente obligación, eludida por sucesivas autoridades pero también por sucesivas generaciones. Aún viven abuelos en Guatemala que recuerdan el dulce paseo que se solía hacer al río Las Vacas, al río Michatoya o Los Plátanos, que hoy no son sino malolientes desagües a cielo abierto que parecen no importar a nadie, al menos en lo que se agudiza la sed.

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