EDITORIAL

Sin lugar para los déspotas

Más de un tercio de la historia de la República de Guatemala ha transcurrido bajo cuatro gobiernos dictatoriales, de hecho surgió como nación bajo la férula del general Rafael Carrera y estuvo así por 18 años en dos períodos: de 1844 a 1848 y de 1851 hasta su muerte, en 1865. Apenas ocho años después llegó al poder el general Justo Rufino Barrios, quien gobernó de 1873 a 1885. Después vino Manuel Estrada Cabrera, con una autocracia que se extendió por 22 años: de 1898 a 1920. Menos de una década después fue electo Jorge Ubico, quien gobernó de 1931 a 1944. En todos los casos hubo leyes que se forzaron o se transgredieron bajo cualquier cantidad de justificaciones, a fin de dar una apariencia supuestamente legal a extensiones y reelecciones. No fueron, por supuesto, los únicos regímenes en los que privaron el autoritarismo y los abusos, sobre todo después de 1954, cuando sucesivos gobiernos tuvieron la mancha del fraude electoral o la manipulación de designaciones hechas por el Congreso.

Es por ello que resulta tan importante valorar el período democrático iniciado con la Constitución de 1985, a pesar de las decepciones por sucesivos gobiernos electos, de los frecuentes fiascos legislativos y del incumplimiento, por parte de los partidos políticos, de ser verdaderos mediadores entre las necesidades de la población y la gestión del Estado, que se ha llegado a enfocar como una piñata para los funcionarios de turno y sus allegados. El deterioro en el manejo del aparato público es notable, pero a pesar de todo subsiste la institucionalidad, sobre todo gracias al aporte de guatemaltecos dignos que trabajan, quizá silenciosamente, de manera íntegra.

No han faltado, a lo largo del devenir histórico, personajes infulosos que presumen de ser salvadores de la patria, adalides con mucho discurso pero pocas acciones, y caudillos fugaces que se rodean de roscas de aduladores que los hacen perder el rumbo. Evocar esta seguidilla de infortunados personajes viene a tono al cumplirse 26 años del intento de autogolpe de Estado perpetrado por el entonces presidente Jorge Serrano Elías, el 25 de mayo de 1993. El segundo mandatario electo democráticamente, en 1990, que juró defender la Constitución de la República, se escudó tras el pretexto de la disfuncionalidad del Congreso y las cortes para decretar su supresión de un plumazo, con lo cual se concentraba sobre él un poder absoluto.

Así también suspendió garantías ciudadanas, entre ellas la Libertad de Expresión, y envió censores a los medios de comunicación para acallar las voces disidentes. Fueron días de agitación, de temor y también de gallardía. Diversos sectores salieron a las calles para repudiar la ruptura del orden constitucional y la restricción de derechos. El factor determinante en aquella semana crítica fue la valiente postura de la Corte de Constitucionalidad, presidida por el jurista Epaminondas González Dubón, que declaró ilegales, nulas e inválidas las acciones de Serrano Elías, quien dejó el poder el 1 de junio y salió del país. No ha regresado para enfrentar los cargos en su contra, aunque ha intentado, sin éxito, en dos ocasiones, que los mismos sean desestimados.

La gran lección de aquella tropelía mantiene su vigencia. La institucionalidad del país es susceptible de mejora y es válido proponer iniciativas, discutir eventuales reformas y plantear cambios a la discusión pública. Ninguna autoridad, ni siquiera el presidente, tiene el derecho de socavar los procesos democráticos, de forma abierta o ambigua, bajo ningún pretexto.

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