EDITORIAL

Triste y descomunal aumento de migrantes

Las migraciones son un fenómeno inmemorial, un ciclo de desplazamientos humanos en busca de mejores condiciones de sobrevivencia y desarrollo. Hace miles de años no existían todas las fronteras que hoy están trazadas y que agregan nuevas complicaciones a las rutas, que a veces implican enormes recorridos pedestres o incluso atravesar ríos, mares, selvas… Dejar el lugar de origen nunca es fácil y mucho menos resistir un camino incierto. Además de las exigencias de cada territorio de paso existe el asedio de bandas criminales que lucran con el tráfico de personas, pero también extorsionan, matan o explotan sexualmente a mujeres y niños.

En el 2018 se dio el auge de las caravanas de migrantes hondureños y nicaragüenses, agobiados por la miseria, aunque cabe reconocer que mucho antes ya se registraba un éxodo de decenas de miles de guatemaltecos por la misma causa. El desempleo, la pérdida de cosechas, la pobreza agobiante y la falta de esperanzas comunitarias detonaron un escape atomizado pero constante de connacionales hacia Estados Unidos.

En el momento actual, lo que está marcando cifras sin precedentes es el paso de migrantes sudamericanos, la inmensa mayoría de los cuales son venezolanos. Organizaciones internacionales de derechos humanos y atención a grupos humanos en desplazamiento han contabilizado, solo este año, el paso de 352 mil venezolanos por el estrecho del Darién, un paso selvático fronterizo entre Colombia y Panamá. También se cuentan haitianos, cubanos, africanos y asiáticos. El istmo centroamericano es el puente natural utilizado por desesperados viajeros que han dejado vivienda, trabajo, estudios y toda esperanza en sus países.

El caso de Venezuela es especialmente revelador. Después de ser una de las grandes potencias económicas, industriales, energéticas y culturales del continente, el sistema chavista totalitario ha demolido la competitividad del territorio y con ello el aparato productivo. Siete millones 400 mil venezolanos han escapado hacia otros países, incluyendo Guatemala, un fenómeno que se ha acentuado durante este año. Las numerosas familias que pernoctan por estos días en las proximidades de la basílica de Esquipulas, Chiquimula, o en la Central de Transferencias, de la capital, así como quienes piden caridad en calles de centros urbanos son consecuencia de una tiranía obtusa, intolerante y corrupta.

Desgraciadamente, esos mismos síntomas prevalecen en varios países de Centro y Sudamérica, por lo cual el viaje hacia el Norte parece la panacea. Pero no lo es. La frontera estadounidense está cerrada y quienes entren de manera ilegal a ese territorio serán deportados. La proximidad del proceso electoral en EE. UU. conducirá a un mayor rigor migratorio, ya que este tema constituye siempre un ariete de campaña.

Organizaciones no gubernamentales, órdenes religiosas y la Pastoral de Movilidad son quienes más han trabajado en la atención humanitaria de estos desesperados viajeros que ponen en riesgo su vida y la de miles de niños. Recientes pronunciamientos exhortan al Gobierno de la República de Guatemala a brindarles algún tipo de albergue y auxilio. No son nuevas las denuncias de exacciones policiales para permitirles el ingreso y tránsito por el país, o la operación de ilícitos convoyes de buses coyotes que atraviesan de frontera a frontera sin control alguno, pero, eso sí, bajo paga.

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