EDITORIAL

Un jesuita al frente de la Arquidiócesis

La relevancia política, social y, por supuesto, religiosa del arzobispado metropolitano de Guatemala es innegable, a pesar de los cambios culturales, el creciente surgimiento de congregaciones evangélicas, la existencia del arzobispado de Los Altos e incluso las críticas que existan, en una dirección u otra, según la línea pastoral que traiga cada religioso nombrado en ese cargo.

Por ejemplo, fue un obispo, Payo Enríquez de Rivera, quien trajo la primera imprenta al país, en 1660. Sin embargo, fue hace 275 años que la catedral de Guatemala fue exaltada a la dignidad de Metropolitana y con ello surgió la Arquidiócesis. Fray Pedro Pardo de Figueroa asumió en 1737 como obispo y en 1745 fue nombrado arzobispo, cargo desde el cual emprendió diversas obras, entre las cuales la más emblemática es la Basílica del Cristo de Esquipulas, en 1740, la cual fue concluida en 1759, cuando él ya había fallecido.

Más adelante, el arzobispo Pedro Cortés y Larraz, nombrado en 1768, hizo un extenso recorrido de casi dos años por todo el territorio guatemalteco, fruto del cual es su Descripción Geográfico Moral de la Diócesis de Goathemala, mediante la cual efectuó una especie de censo parroquial, con descripciones y dibujos que constituyen un respetable referente histórico de la época. Así también es necesario mencionar a Cayetano Francos y Monroy, quien fue el responsable de emprender las obras de la actual catedral metropolitana.

Tales antecedentes vienen a colación por la decisión del papa Francisco de nombrar a monseñor Gonzalo de Villa y Vásquez como arzobispo metropolitano de Guatemala, después de dos años, cuatro meses y 14 días desde el deceso del muy recordado salesiano Óscar Julio Vian Morales. De Villa, religioso jesuita, ha sido obispo de Sololá y Chimaltenango por 13 años; académico, exrector de la Universidad Rafael Landívar y presidente de la Conferencia Episcopal de Guatemala, ente que aglutina a todos los obispos guatemaltecos y que se ha pronunciado en defensa del estado de Derecho, la justicia, el respeto a la vida y el bien común.

Como bien lo señala el propio De Villa y Vásquez, recibe la mayor arquidiócesis del país en un momento difícil, a causa de los efectos de la pandemia sobre la vida de sus habitantes y los del resto del país, con templos cerrados desde hace cuatro meses pero a la vez con un resurgimiento del espíritu pastoral a través de medios tecnológicos. Desde ya ha recibido algunas críticas y descalificaciones gratuitas por parte de personajes extremistas que viven de la polarización. Es lógico que una persona con actitud equidistante y conciliadora genere tales ánimos. En todo caso, el nuevo arzobispo muestra desde ya un espíritu de apertura al diálogo a lo interno de la Iglesia, pero también a nivel ecuménico.

En este punto es necesario resaltar el papel de liderazgo desempeñado por monseñor Raúl Antonio Martínez, obispo auxiliar que ocupó el cargo de administrador apostólico durante la larga espera por un nombramiento. Con sencillez y humildad, pero también con firmeza, Martínez dio continuidad a algunos cambios y ordenamientos emprendidos por monseñor Vian, sobre todo en relación con las manifestaciones de fe popular para devolverles su verdadero sentido testimonial. Se aproxima ahora un nuevo capítulo en la historia arquidiocesana, con nuevos desafíos y una angustiosa coyuntura, pero con la fe de un pueblo noble, solidario y trabajador.

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