Internacional

Refugiados iraquíes narran desgarradora odisea

¡Por fin! Ahmad y Alia han conseguido llegar a Alemania con su bebé de cuatro meses. Atrás quedan las calamidades vividas por este joven matrimonio iraquí que lo vendió todo para huir de las bombas. Un equipo de la  agencia <em>AFP </em> los siguió desde la frontera greco-macedonia. Esta es su historia.

<em>La familia afrontó intensas jornadas de caminatas bajo el incesante sol. (Foto Prensa Libre: AFP).</em>

La familia afrontó intensas jornadas de caminatas bajo el incesante sol. (Foto Prensa Libre: AFP).

Apenas llegados a Baviera, ambos celebran el amanecer de una nueva vida.    En el cómodo tren que los refugiados comparten con ejecutivos y turistas de Viena a Múnich, Ahmad y Alia reían después de la terrible odisea de una semana desde Turquía hasta Alemania, pasando por Grecia, Macedonia, Serbia, Hungría y Austria.

Ambos esperaban haber dejado atrás las dificultades cuando esa noche vieron en el mapa electrónico del tren que estaban en Alemania, fuera de peligro.

“¡Lo logramos!”, dijo Ahmad, de 27 años, con una sonrisa que hacía brillar sus grandes ojos marrones. Tuvo que vender su casa y su tienda de ropa en Bagdad para poder traer a Alia, de 26, y al pequeño Adam a Europa.

En la semana transcurrida, la pareja originaria de Bagdad escapó a una detención de las patrullas fronterizas, durmió a la intemperie, eludió a los ladrones, regateó con traficantes sin escrúpulos, soportó un sol de justicia durante el día con Adam en una mochila portabebés, tiritó de noche, e hizo cola durante horas para registrarse con las autoridades, sin recibir prácticamente ninguna asistencia.

El equipo de la  AFP  siguió a estos jóvenes iraquíes a través de los Balcanes y más allá. En tren, en autobús o a pie. Un viaje peligroso de 2 mil 500 kilómetros en el que fueron testigos de lo peor del género humano.

Al entrar en Hungría, contuvieron el aliento mientras seguían a los traficantes por campos a la luz de la luna para evitar que el registro de sus huellas dactilares comprometiera sus posibilidades de alcanzar un país del norte de Europa.

En total, pagaron más de US$10 mil para llegar a Alemania, que decenas de miles de migrantes y refugiados ven como la tierra prometida.

“Solo quiero una buena vida para mí, para mi esposa. Quiero vivir como otra gente, sin tensiones, sin estrés, sin miedo”, dijo Ahmad, agotado pero aliviado.

Vivir juntos o morir juntos

La pareja tomó la decisión de huir de Irak en febrero del 2014. Diez días después de comprometerse con ella, Ahmad la llevó a cenar a un restaurante.

Pero “hubo una explosión y los vasos nos estallaron en la cara”, recordó Ahmad. Las cicatrices todavía son visibles, sobre todo en el rostro de Alia, que lleva su pelo de color caramelo recogido en un moño.

Esta bella mujer es hija de un profesor universitario pero los islamistas radicales le impidieron continuar sus estudios.

“Cuando estaba en la escuela fui atacada por hombres armados que amenazaron con matarme porque no llevaba hiyab”, explicó la joven, vestida con camiseta, pantalón vaquero y zapatillas deportivas con cordones de color fucsia.

“Esperamos al menos que algunos de nuestros sueños se cumplan”, contó durante un trayecto en autobús entre Belgrado y Kanjiza, cerca de Hungría.

Antes de emprender el periplo, Ahmad trató en vano de obtener asilo en Estados Unidos. Los padres de Alia no querían que hiciera este peligroso viaje, pero ella cree que no le quedaba otra opción.

El día en que Ahmad vio el destartalado pesquero les llevaría a Grecia desde Turquía también quiso que su mujer diera media vuelta. Temía por su vida y por la de su hijo. “O vivimos juntos o morimos juntos”, le respondió ella.

Pero casi se arrepiente una mañana en Budapest, cuando no pudieron encontrar un hotel por falta de documentación e incluso el miserable burdel al que trató de llevarles su intermediario estaba completo.

“No le puedo contar a mi madre lo que estamos viviendo, le daría un disgusto demasiado grande”, explicó con lágrimas en los ojos.

A lo largo de su extenuante viaje, este matrimonio, que como miles de otros refugiados huyó de la violencia, tuvo la sensación de ser explotado constantemente.

No solo se aprovechaban de ellos los traficantes, que les exigían sumas indecentes, sino también los que les vendían agua o bocadillos a precios prohibitivos.

En el campamento de Presevo, en Serbia, unos estafadores vendían incluso permisos falsos supuestamente para saltarse un día de cola, y los policías se negaban a atender las súplicas desesperadas de los migrantes.

En una cafetería de Belgrado, Ahmad rogó a un contrabandista que condujera a su familia a Budapest. Pero el hombre, de origen argelino, se negó.

“¿No han oído lo de las 71 personas halladas muertas en un camión? No acepto a nadie con bebés”, les espetó.

Ahmad, Alia y Adam llegaron finalmente a la capital húngara en un autobús, y luego fueron conducidos hasta la frontera por otro traficante que les dijo que cruzaran a pie.

Seis de sus compañeros de viaje fueron arrestados, pero ellos se escaparon. Convencido de que su padre estaba jugando, el pequeño Adam se reía mientras Ahmad corría.

Sin leche materna por el estrés

El estrés de vivir como una fugitiva y el hambre hicieron que un buen día a Alia se le cortara la leche materna. “Alia no ha comido por lo que no puede dar de mamar a Adam”, señaló Ahmad explicando que no podía soportar ver llorar a su hijo.

Pero también han sacado algo positivo de este éxodo. “Cuanto más duro es el viaje, más se fortalece nuestra relación”, explicó Alia.

Una vez en Viena, la primera ciudad donde el matrimonio no se sintió perseguido, tenían que pensar adonde ir. Hasta entonces habían estado corriendo sin saber muy bien hacia qué lugar tratando de compensar el agotamiento con bebidas energéticas.

Tras algunas dudas se decidieron por Colonia, en Alemania, donde vive la hermana de Ahmad. Luego decidirán si se quedan en Alemania o si siguen hacia Holanda, donde ambos tienen familia.

En la estación de trenes de Viena, Alia y su marido compartieron un kebab. Casi podían saborear el final perfecto con el que soñaron y la inminencia de una reunión con sus parientes.

Pero su viaje tomó un cariz agridulce en Múnich, donde tenían que cambiar de tren. No había una muchedumbre enfervorizada, solo silencio cuando fueron detenidos por la policía alemana, llevados a una oficina improvisada para registrarse y de allí a un siniestro albergue temporal.

Ahmad hacía de tripas corazón mientras abrazaba y besaba a Alia. Ella, sin embargo, estalló en llanto ante este final inesperado. “Todo va a ir bien”, le dijo él.

Esto no es un hotel

En una conversación desde el campamento mediante la aplicación Viber, Ahmad parecía darse por vencido por primera vez.

“Esto está abarrotado, somos dos familias en una habitación minúscula y seguimos llevando la misma ropa con la que llegamos”, dijo.

Alia trató de negociar un espacio mejor, pero un funcionario le contestó: “Esto no es un hotel”.

Debido al gran número de refugiados y migrantes que llegan a Alemania, pueden transcurrir meses antes de que la familia tenga un lugar que pueda considerar su casa.

“Creía que podríamos descansar, pero parece que todavía tenemos un largo camino por delante”, dijo Ahmad. “Gracias a Dios, lo hemos logrado”, estimándose, a pesar de todo, afortunado.

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