Los piromaníacos de la inquisición y del fascismo que aún tienen lugar en ciertos lugares del mundo, con ello logran un goce y un descanso suave y reconfortante. Las llamas arrasan voluptuosamente con todo aquello que los hace sufrir y les causa temor: ideas, revelaciones y rebeliones que los conducen a la ira o simplemente a la desgarrante duda.
Sin embargo, hay más formas de destruir libros aún más exitosas. Está, por ejemplo, el olvido de los libros, el silencio sobre ellos, la lejanía y falta de interés o capacidad para acercarse a ellos. Porque ¿qué es un libro en el mundo actual? La respuesta que recibe “la buena gente”, esa que trabaja no solo por la imperiosa necesidad de ganarse la vida, sino por hacer cada vez más dinero, un libro es un “quitatiempo”, algo totalmente innecesario. Lee tan solo aquel que carece de algo “útil” que hacer. Si decimos que alguien tiene afición por la lectura y se mantiene leyendo, se piensa de inmediato: ¡pobre diablo!, ¿qué demonios tendrá en la cabeza? Indudablemente, algo le anda mal. Porque el tiempo debe emplearse bien: hacerse de una “personalidad” con todas sus “máscaras” para impresionar al mundo. Y cuando se tiene dinero, pues acumular más y más y más y amontonar cosas y más cosas. El éxito va en razón directa con el logro de tales señalamientos. Se asiste, entonces, a los espectáculos más atractivos de la burguesía: politiquería vergonzante con sus demás fiestas carnavalezcas que conllevan idénticos propósitos disfrazados de moral.
Y, poco a poco, los libros van cayendo, tanto en los países subdesarrollados como desarrollados en el amarillo olvido, en la implacable polilla. Se lee lo menos posible: resúmenes de resúmenes de resúmenes. Se hacen “chivos” de las grandes obras, esquemas aplastantes.
Es esta una manera delicada y sutil de destruir libros en forma más eficaz que el fuego, y sin gasto alguno de energía. Además cuenta con poderosos colaboradores: la televisión, la radio, las telenovelas. El tiempo no es reflexión. “Time is money”, y pobre del que no se ha dado cuenta de ello. Ya lo dijo Quevedo o Góngora: “Poderoso caballero es don dinero”. Y el que lee no hace dinero. Tampoco, claro está, el que escribe. Y queda cada vez más reducido —y no propiamente por analfabetismo— el círculo de lectores.
Otra forma eficientísima para destruir libros es la dogmatización: todos a repetir y creer en la misma letanía, dedicados a catequizar. Ya se conoce la verdad y no hay posible contradicción. Esto proporciona enorme paz al alma. Todo dogma es un excelente narcótico. A pesar de todo, los libros siguen subsistiendo. Se cuelan en forma inusitada. Aparecen ahí mismo en donde antes fueron quemados.
(Consultar mi desaparecida obra Ensayos contra reloj).