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El triunfo de un presidente distante

Territorios simpatizantes de Le Pen dudan de la reelección de Emmanuel Macron y el cambio que promete para Francia.

Estas elecciones presidenciales suponen un impacto sísmico en el país: Francia ha cambiado. Ha acabado con los partidos de centro izquierda y centro derecha que solían ser los principales vehículos de su política de posguerra. Se ha dividido en tres bloques: la extrema izquierda, un centro amorfo unificado en torno al presidente Emmanuel Macron y la ultraderecha de Marine Le Pen. Estas tres ideologías juegan un papel importante en la actualidad del país.

A pesar de haber perdido, Le Pen sepultó un tabú persistente, pues en un país que durante cuatro años de guerra vivió bajo el gobierno de Vichy, racista y manipulado por los nazis, no se permitía que ningún líder nacionalista y xenófobo entrara a la corriente política dominante, y mucho menos que llegara al cargo más alto de la nación.

Al estar en una posición en la que pudo haber ganado, Le Pen ha echado por tierra todo eso. Es un caso atípico. Es la nueva normalidad francesa. Macron, por su parte, debe enfrentarse a un país intranquilo y fracturado, donde el odio hacia su persona no sería poco común. Es posible que la vieja creencia de que Francia es ingobernable se ponga a prueba de nuevo.

St. Rémy-sur-Avre, un pequeño pueblo de unos cuatro mil habitantes, a 96 kilómetros al oeste de París, es territorio de Le Pen. En la cafetería Le Maryland, llamada así por una marca de cigarrillos que ya no existe, la opinión que prevalece es que algo tiene que cambiar en una Francia que ha perdido el rumbo bajo el mandato de un presidente demasiado privilegiado y distante como para comprender el peso de la lucha diaria.

Los clientes compran números de lotería, o hacen apuestas en las carreras de trotones de la televisión, con la esperanza de aliviar un poco sus pesares, aunque sea por un instante. El kir, vino blanco con un toque de licor de grosella negra, es un coctel popular por las mañanas. Las calles están desiertas; la mayoría de las tiendas han desaparecido, diezmadas por los hipermercados ubicados al lado de las carreteras. En este pueblo, Le Pen se llevó el 37.2 por ciento de los votos en la primera ronda de las elecciones, celebrada el 10 de abril, con lo que desplazó a Macron a un lejano segundo lugar con el 23.6 por ciento del sufragio.

Jean-Michel Gérard, de 66 años, uno de los comensales que bebía kir, trabajó en la industria cárnica desde los 15 años, como carnicero, en mataderos o como camionero transportando canales de vacuno. Sin embargo, tuvo que retirarse a los 60 años, cuando sus rodillas cedieron tras años de cargar varias toneladas de carne al día en su espalda, su récord fue de una sola espalda de toro de 210 kilos.

“Ahora tenemos a una generación de haraganes”, afirmó. “Cuando yo era joven, si no trabajabas, no comías”.

La antigua Francia de la solidaridad y fraternidad había desaparecido, se lamentó, se esfumó como los carniceros de caballos donde empezó a trabajar y fue sustituida por una nueva Francia de individualismo, envidia e indulgencia.

Gérard votó por la izquierda hasta que François Mitterrand, un expresidente socialista, impuso límites a las jornadas laborales, y luego cambió sus colores por los del partido Frente Nacional, de extrema derecha, que ahora es la Agrupación Nacional de Le Pen. Lo que más le enfurecía, relató, era que los extranjeros recibieran beneficios y prestaciones sociales sin trabajar.

“No queríamos trabajar menos, queríamos trabajar más para ganar más. ¿De qué sirve tener tiempo libre si no tienes dinero?”, preguntó. “Si los extranjeros trabajan, se pueden ganar su lugar. Si no lo hacen, no es justo”.

Gérard contempló la iglesia afuera. Recordó algo. El otro día, narró, vio a un joven de la región de Maghreb orinando en el muro de la iglesia. Le gritó al hombre. “¿Qué harías si yo orinara en una mezquita?”.

La tensa relación entre Francia y el islam —en el país con la población musulmana más grande de Europa occidental y antecedentes de atentados terroristas recientes— fue uno de los temas de la campaña electoral. Desde el inicio, Macron tachó de racista el programa de Le Pen por querer prohibir el uso de pañuelos para la cabeza con el argumento de que son un “uniforme islamista” amenazante, una afirmación extraordinaria, dado que una gran mayoría de musulmanes en Francia solo quiere vivir en paz.

“Si las mujeres los portan solo por su religión, está bien”, comentó Gérard, “pero en general creo que es una provocación”.

En este pueblo, Macron es despreciado de manera casi universal: se le ve como un hombre que no respeta al pueblo francés, desconectado de la realidad, tan cerebral que no tiene idea de lo que es la “vida real”, insensible ante los problemas cotidianos de muchas personas, perteneciente a una clase que “jamás ha cambiado un pañal”, en palabras de Gérard.

Por el contrario, Le Pen era vista como alguien que hubiese protegido a las personas y a Francia de la disruptiva embestida del mundo moderno.

Al igual que otras sociedades occidentales, incluida la estadounidense, Francia se ha fragmentado, y ahora tiene una élite liberal, global y metropolitana separada de lo que los franceses llaman “la periferia”: zonas urbanas deterioradas y áreas rurales lejanas que se sienten rezagadas y a menudo invisibles.

La antigua lucha de clases entre izquierda y derecha ha dado pie a una guerra de identidad que enfrenta a globalistas contra nacionalistas. Le Pen, que representaba a los marginados y a los afligidos, le dio voz a una Francia enfurecida por lo que consideraba la impunidad despreocupada de Macron y sus compinches que se han encargado de disolver la identidad francesa hasta convertirla en una mezcolanza de multilateralismo. De ahí viene el fervor antinmigrante y sobre todo antislam, que aún está al centro del mensaje y la plataforma de Le Pen, sin importar la fachada pusilánime que haya dado a esta campaña.

Estos problemas continuarán mucho después de las elecciones, y pondrán a prueba la capacidad de Francia para resistir a las fuerzas crecientes de división, las protestas callejeras y el colapso político. Este, sin duda, es el nuevo reto de Macron.

“Soy madre soltera con un hijo desempleado”, dijo Sabine Robert, de 50 años, que trabaja en un hospital público. “Me puedo jubilar a los 57, y creo que Le Pen hubiese protegido esa pensión. También creo que los extranjeros indocumentados deberían ser expulsados. Les dan el trabajo que mi hijo podría tener”.

Da la casualidad de que la cafetería Le Maryland fue adquirida hace cinco años por una joven pareja de inmigrantes chinos. La panadería cercana está a cargo de Fadel Borkis, un inmigrante tunecino, que llegó a Francia a los 18 años en busca de trabajo. “A la gente le gusta nuestro pan”, comentó. “Soy musulmán, trabajo, respeto a las personas, no tengo ningún problema”.

Esta también es Francia, transformada, pero de cierta forma, la misma de siempre, un país de realismo feroz que se ha adaptado al mundo moderno más de lo que parece admitir, una nación que niega sus propios éxitos. Es un país que busca respuestas ante tantas incertidumbres.

Durante el debate presidencial del miércoles entre Macron y Le Pen, ella declaró que él no tenía idea de lo que era “el mundo real”.

Por su parte, Macron respondió con una sonrisa cansada: “Todos vivimos en el mundo real”.

Si el pueblo francés cree que su presidente inquieto, astuto y adaptable lo comprende lo suficiente es una de las mayores interrogantes en juego el domingo. Otra es si Francia se decantará hacia la derecha nacionalista, con su afabilidad hacia el presidente de Rusia Vladimir Putin, en tiempos de guerra en Europa.