A CONTRALUZ – Las doce uvas

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AQUEL 31 DE DICIEMBRE había mucho frío. Tatiana y yo no teníamos adónde ir o, mejor dicho, decidimos no ir a los lugares frecuentados todas las nochesviejas anteriores. Esa noche iba a ser diferente y no iríamos con los amigos donde el guaro corría por montones y el baile se extendía hasta el amanecer. El Distrito Federal sería nuestro, con sus luces de colores, el esmog que se iba disipando con la disminución de los coches y la gente que presurosa hacía las últimas compras para la cena de medianoche. Caminamos por esas viejas calles del Centro Histórico de México y luego nos metimos en el metro. Hacía mucho tiempo que no hacíamos eso, de irnos a donde el destino nos llevara, sin rumbo fijo.LAS ESTACIONES FUERON pasando una a una, y no nos importaba dónde estábamos. Ya no recuerdo en qué lugar decidimos bajar. Ella llevaba una sacola con capuchón que le cubría su larga cabellera, y guantes para hacerle frente al aire helado que soplaba esa noche. A lo alto se podían ver las estrellas, algo a veces difícil de observar en el DF, pero esa noche podíamos distinguir varias constelaciones. Con un dedo me señaló la Osa Mayor, más allá la Osa Menor y, por supuesto, la Estrella Polar. Y así, de una en una fuimos encontrando cada constelación o nos inventamos constelaciones donde no existían. En fin, no era un experimento científico, sino nada más una forma de despedir el año a nuestra manera.NO SÉ CUÁNTO CAMINAMOS. Lo cierto es que Tatiana me dijo que tenía hambre. En torno nuestro, las luces navideñas de colores iluminaban árboles, fachadas de edificios y renos simulados con alambre. Nos metimos en el primer restaurante que encontramos, de medio pelo, porque tampoco teníamos gran cantidad para gastar. Creo que no había más comensales que nosotros, mejor aún, el lugar era nuestro. Algo de ensalada y pavo horneado era la oferta gastronómica de esa noche, y de buena gana aceptamos. Eso sí, pedimos una botella de vino porque había que celebrar.HABLAMOS SIN PARAR, en particular de arte y poesía. Ella hacía sus primeros tanes en literatura e incursionaba en el mundo de las artes plásticas. En ese entonces yo no le daba mucha importancia, porque pensaba que era cuestión del momento, de influencia de sus amistades o simple pose. Hablamos de Rufino Tamayo, Francisco Toledo, José Luis Cuevas y, de refilón, de las obesidades de Botero. Esa noche fue deliciosa. Al sonar las doce, como con resortes nos levantamos de las sillas y nos fundimos en un abrazo y un beso. Y frente a nosotros, un mesero sonriente nos puso sendos platillos con 12 uvas cada uno.NOS REÍMOS HASTA MORIR cuando le relaté a ella que esa costumbre surgió en 1909, cuando los viticultores catalanes tuvieron un exceso de cosecha, y para poder venderla se inventaron lo de las 12 uvas de la medianoche. De buena gana brindamos por cada mes del nuevo año, mientras nos comíamos una por una esas uvas verdes que sabían a gloria. De la botella cayeron las últimas gotas de vino, y con ellas dijimos salud; salud por los nuevos vientos, las luces del tiempo y la esperanza por un futuro mejor. A Tatiana ya no la volví a ver. Con el tiempo, ella se convertiría en curadora de arte, pero por alguna discusión sin sentido dejamos de vernos y ya no pude volver a maravillarme con su sonrisa. Veinte y tantos años después, aún guardo de ella ese recuerdo, y a la distancia le digo salud, por un nuevo año, por sus éxitos, con las uvas de la vida.

ESCRITO POR:

Haroldo Shetemul

Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca, España. Profesor universitario. Escritor. Periodista desde hace más de cuatro décadas.