EDITORIAL

Despotismos exhiben similares fragilidades

Los ciudadanos se cansan y las coyunturas geopolíticas cambian.

Resulta llamativa y a la vez sintomática la descalificación del gobierno del septuagenario Vladímir Putin, en Rusia —recientemente “electo” con una mayoría del 87% de votos—, hacia periodistas que han reportado anomalías indicativas de fraude en las votaciones del 17 de marzo último, mediante las cuales fue reelecto para su sexto período. Como hecho concurrente con esta abrumadora reelección, a pesar de la fuerte crisis económica de Rusia, está la repentina muerte del más fuerte opositor de Putin, Alexei Navalny, político que en el 2022 fue condenado a nueve años inicialmente, a los cuales se sumaron 19 años más por “extremismo” y otros delitos de claro tinte político. Para más señas de la animadversión, en el 2023, Navalny fue trasladado a una colonia penal del Ártico, en condiciones que hacen recordar los deleznables gulags soviéticos.

Esa misma receta perversa, despótica y discrecional, disfrazada de falsos nacionalismos, blasfemas invocaciones a Dios y simulada soberanía, se acrecentó en Nicaragua desde el 2018, cuando el bicéfalo gobierno Daniel Ortega-Rosario Murillo terminó de minar el Estado mediante la represión, la violencia y la corrupción. No menor papel tuvieron las tibiezas cómplices, como la del sector privado nicaragüense organizado, que tres años después terminaba proscrito y declarado ilegal cuando quiso reclamar derechos. Muy tarde reaccionaron y muy tarde aprendieron que mal paga el diablo a quien bien le sirve.

Y cuando los abusos internos no bastan, vienen las extralimitaciones transfronterizas. Es así como hace ya más de dos años Putin ordenó la invasión a Ucrania, como un movimiento expansionista que pretendía recuperar un imperio decimonónico. Pero le fallaron todos los cálculos y ya lleva dos años quemando vidas, municiones y dinero del pueblo de Rusia.

Todos los autócratas desfasados, tropicales o boreales, como Putin, como Ortega, como Murillo y también como Nicolás Maduro, en Venezuela, aborrecen la oposición política, incluso la más mínima, porque saben que sus incumplimientos, ineficiencias, discrecionalidades, colusiones y perversión de potestades estatales, se pueden volver —y se volverán— en su contra en un verdadero estado de Derecho. Por eso le tienen tanto miedo al espíritu constitucional y al fuero democrático auténtico.

Tales regímenes presentan los mismos síntomas, por no decir advertencias, acerca de sus auténticas pretensiones. Argumentan vacuas soberanías para justificar desmedidas ambiciones egolátricas, justifican mediante falsos liberalismos acciones que solo favorecen a reciclados conservadurismos elitistas, nepotistas y excluyentes; todo lo que en un principio afirmaban combatir. Lo peor de todo es que se valen de la distorsión de valiosas instituciones, devenidas en entes represores debido a la cooptación y mediatización de sus funciones. Fiscales generales, jueces y cortes supremas se vuelven oficiosos pretorianos, árbitros coludidos y fueros discrecionales dedicados a reprimir cualquier crítica, oposición o asomo de balance de poderes. Lo poético de estas estructuras aparentemente sólidas es que siempre caen. La historia lo demuestra, con hechos. Venezuela está a las puertas de una elección presidencial en la que tratan de excluir a la candidata opositora Corina Machado, mediante amañados fallos. Porque, así como las dictaduras de principios del siglo XX, saben que están sostenidas sobre palillos, barrotes y vidas perdidas. Pero los ciudadanos se cansan y las coyunturas geopolíticas cambian. La era digital rompe mordazas y une ciudadanos, porque al fin y al cabo ellos pagan por los desmanes de los caudillismos farsantes.

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