Editorial

Robo reincidente y multimillonario

Este delito, según cálculos de expertos, alcanza un monto superior a los Q100 millones por año en pérdida de ingresos a las compañías, en tributos y en derechos de autor.

Cuando en redes sociales se publican fotografías y videos de asaltos en la vía pública, la reacción expresada en abundantes comentarios es de indignación, exigencia de castigo contra los maleantes y repudio contra toda forma de latrocinio. Incluso se demanda a la Policía Nacional y el Ministerio Público que emprendan acciones contundentes para atrapar a los perpetradores incluso antes de que cometan sus fechorías en conocidos puntos. Cuando los detenidos —si es que atrapan a alguno— piden clemencia o argumentan la pobreza como supuesta e inviable justificación, la audiencia recrimina que también es de escasos recursos pero no por ello incurre en delitos. En otras palabras, el fin nunca justifica los medios.


Y si se habla de funcionarios corruptos, que a veces se integran en gavillas unidas por parentesco, área de trabajo o intereses creados, la repulsa también es mayoritaria, con lógica justificación. Si se habla, por ejemplo, de los que se coaligaron para saquear Q63 millones en compras anómalas del hospital de Chimaltenango o de asignaciones sospechosas para la construcción de infraestructura, a menudo inconclusa o con deficiencias, la condena de la opinión pública es previsible y el escarnio en redes sociales, muy severo.


Recientemente se ha puesto en boga el reporte de posible uso ilícito de vehículos oficiales, sobre todo los fines de semana, algo que no se hacía en el gobierno pasado pero al fin empezó a reportarse. Se justifica la indignación, en favor del uso de recursos del Estado. También es motivo de polémica cuando algún transporte pesado de mercancías afronta un accidente y grupos de personas empiezan a robarse el producto, so pretexto de precariedad, de que los dueños tienen dinero o que está “asegurado”. Es algo incorrecto e injustificable, comentan muchos internautas.


Ante ese justificado celo contra cualquier forma de despojo, sustracción, robo, fraude o corrupción, sin importar el monto, resulta contrastante la displicencia con la cual se toman las repetidas y ya añejas denuncias de piratería de contenidos audiovisuales, robo de señales de televisión de paga y copias ilícitas de películas. Este delito, según cálculos de expertos, alcanza un monto superior a los Q100 millones por año, en pérdida de ingresos a las compañías, en tributos y en derechos de autor.


En la última década del siglo XX y la primera del XXI, el grueso de la piratería se concentraba en la copia ilegal de discos compactos de música. Luego la tecnología de video en DVD abrió un mercado negro de películas, aprovechado por mafias de varias latitudes para amasar millonarios ingresos. El auge de la conectividad, acelerado durante la pandemia, acrecentó el uso de televisión y cine por suscripción, pero también multiplicó las copias ilícitas distribuidas en sitios de internet.


Asimismo, se calcula que la mitad de compañías de cable en Guatemala reproducen sin permiso ciertos canales premium de paga, sobre todo de futbol, con lo cual aseguran abonados pero no pagan los respectivos derechos. Es un verdadero robo en descampado y reincidente que deja pingües ganancias no reportadas al fisco. Poco se diferencian tales prácticas de la calaña de motoasaltantes que atacan con pistola de juguete, pues, igual, se trata de dinero malhabido. Pero pareciera que existe una especie de indiferencia y hasta se esgrimen excusas para tales acciones, incluyendo el reclamo a la “riqueza” de los propietarios de las compañías, sin caer en cuenta de que están minando la industria del entretenimiento, de la cual dependen miles de empleos, de guionistas, productores, técnicos, comunicadores, autores. Peor aún, se da un pésimo ejemplo a los niños.

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