EDITORIAL

Son gobernaciones, no feudos ni cofradías

Los 22 gobernadores departamentales de Guatemala son los delegados del presidente y tienen las mismas prerrogativas que los ministros de gobierno. Sin embargo, estos usualmente están expuestos al escrutinio público, ya por sus resultados, ya por sus fallos, mientras que los gobernadores suelen quedar en una esfera secundaria de atención, más bien circunscrita al departamento a su cargo. Ello ocurre pese a que sus acciones u omisiones tienen, tarde o temprano, efectos sobre la vida nacional y el erario. Al fin y al cabo manejan miles de millones de quetzales por año en proyectos definidos desde los Consejos Departamentales de Desarrollo.

La designación de gobernadores para este gobierno comenzó a través de una convocatoria pública de postulación cuya entrega de perfiles finaliza hoy. En cada departamento se integra una terna que se dará a conocer públicamente para recibir señalamientos o apoyo respaldado en la trayectoria de los candidatos. La disposición busca eludir los usuales conflictos de interés suscitados por la intervención de diputados distritales, contratistas del Estado o incluso funcionarios. Transparentar dicha designación para priorizar la meritocracia es el objetivo; sin embargo, persisten ciertos ruidos alrededor del proceso.

La permanencia en el cargo de los gobernadores designados por el anterior gobierno es posiblemente la mayor fuente de suspicacias, pues grupos comunitarios, alcaldías indígenas y corporaciones municipales electas temen injerencias subrepticias y, por ende, indebidas, en la integración de las ternas. De hecho, en los primeros días del actual gobierno existía presión de estos gobernadores para poder definir el destino de hasta Q600 millones.

También se ha afirmado de manera extraoficial que la configuración de la directiva multipartidaria del Congreso, de la cual fue excluido el Movimiento Semilla por fallo de la Corte de Constitucionalidad, tiene como uno de sus componentes aglutinadores el interés por incidir en la elección de gobernadores. El Ejecutivo niega ese extremo con el argumento de que se busca combatir el tráfico de influencias y el intercambio de favores que caracterizaron los nombramientos, al menos en las dos últimas administraciones.

El desafío es de doble filo: por un lado, que la labor de los gobernadores tenga una auditoría de resultados, acciones y decisiones; por el otro, las personas electas deben tener la capacidad de trabajar con los sectores locales, incluyendo a los representantes legislativos, comunitarios y los objetivos estratégicos del Consejo Nacional de Desarrollo Urbano y Nacional. Eso significa que cada gobernación no constituye un feudo de intereses, sino un núcleo de coordinación para la inversión pública y la atención eficiente de necesidades ciudadanas.

Las gobernaciones tampoco son cofradías que respondan al antojo de caciques locales y, menos aún, a las ambiciones de contratistas o proveedores del Estado que a menudo tienen nexos con diputados o dirigentes partidarios. Así también se han dado casos de empresas de fachada sin mayor trayectoria ni experiencia que más parecen destinadas al lavado de activos pero que ejercen fuertes presiones fácticas. Es corto el tiempo para la evaluación pública de las ternas, apenas tres días, y también es limitado el período para el cotejo de las tachas presentadas. También queda claro que no se podrá quedar bien con todo mundo, por lo cual deberá pesar mucho el compromiso de trabajo y la trayectoria profesional de los candidatos.

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