La fe como mercancía electoral

Luego viene el proyectarse como “hombres de fe”; apelar a las creencias y valores que tenemos las personas para verse como el más idóneo frente al electorado, aunque intuyamos o sepamos que su conducta cotidiana puede estar bastante distante de tal imaginario.

Este año electoral vemos ya sujetos haciendo uso de esta clásica estratagema. Peor aún, lo hacen desde el estrado público, desplegando “iniciativas” que, con la pretensión de restaurar “principios y valores” en esta sociedad corrupta y desarticulada, lo que terminan haciendo en realidad es coartando lentamente otra de nuestras libertades básicas: la libertad de credo. Ya hemos visto en estos últimos años a políticos, funcionarios públicos y hasta empresas judicializando el derecho ciudadano a opinar, intentando coartar la libertad de prensa u obstaculizando el libre acceso a la información pública. Al parecer, hay quienes ahora quieren aprovechar la convulsa coyuntura para arremeter también contra la libertad de religión.

¿Le gustaría que alguno de ellos usara el poder del Estado y le obligara a usted o a sus hijos a adoptar prácticas que no van acordes con la fe que ha escogido y/o con su conciencia? Nuestra fe, nuestras creencias, nuestras convicciones espirituales merecen respeto. No deben ser material para las elecciones, menos objeto de legislación improvisada, tras la cual parece haber más bien  una intención de exposición mediática. Una cosa es que los candidatos a puestos de elección quieran proyectarse frente al electorado como hombres de fe. En lo personal, me parece un irrespeto  y me provoca el mismo rechazo que cuando entregan algún chunche a cambio de alcanzar el voto.

Otra muy distinta es que quieran legislar respecto de  esa dimensión tan personal de la vida. Basta con asomarse a la sección internacional de cualquier medio de comunicación para ver los horrores que puede vivir la gente cuando se mezclan la política, el poder y la religión. Por esa razón, la Declaración de Derechos Humanos protege la libertad de credo, religión y conciencia. Para que ello se cumpla  es indispensable que el Estado se mantenga aconfesional: ni a favor ni en contra de alguno. El Estado laico no es solo aquel que separa el ejercicio de las funciones de conducción del Estado de las decisiones que puede tomar una determinada Iglesia o credo religioso respecto de  los asuntos públicos.

Es también  un Estado que garantiza que no vendrá alguien a imponernos una religión que no es la nuestra, que nos obligue a creer en lo que no creemos, o a realizar ritos y prácticas que no necesariamente compartimos. La ventaja de un Estado laico sobre uno confesional es que en el Estado laico cabemos todos. Si usted quiere instrucción religiosa para sus hijos, la puede tener. Mantener el Estado laico garantiza precisamente esa posibilidad, a la par que deja a los demás decidir lo propio. ¡Fuera las manos de los políticos de la fe y las convicciones!

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