Por cierto, Alcalde: sus policías municipales se tragan el humo negro de las camionetas. Mande Su Merced ponerles caretas.
Para saber en qué pasos anda la ciudad, es necesario que viaje en camioneta. En una de ésas que dicen 25 de pie y les meten 60; en esas que el chofer va fumando, con una muchacha (no tanto) al lado, y con un gritón que mira en dónde mete la mano.
Pero dejemos al alcalde. Hablemos de carros viejos, a los cuales se les llega a tener tanto cariño como a un hermano.
Hay quienes le ponen su baberito al carro viejo, le dan de mamar su gasolina y le soban la cabeza. Pero igual le dan de patadas en los fondillos cuando no arranca.
Me apena decir que era yo, por lo tanto diré que era un amigo mío, el que le hablaba a su carro. En serio, hasta sus penas le contaba, y cuando se le enfermó de un problema cardiomotor dejó de ir a trabajar para poder atenderlo.
Lo llevó al médico y resultó que había que cambiarle también la batería. Hasta pañal le cambió, porque hay carros viejos que parecen gentes.
Algunos no avisan y amanecen con un reguero abajo que da pena. Peor todavía si le agarró en parqueo público. Avergüenza ver aquella suciedad de aceite o de gasolina al lado de carros tan educados.
Hay carros viejos coquetos, con sus faroles nuevos y la tapicería con silicón, hasta llevan dentro a la famosa chica fresa que ya no suelta olor, pero que por lo menos les da buen aspecto.
Mas no todo carro viejo es ternura, algunos andan como drogados, parecen surrealistas, llenos de colgantíos y de espejitos; otros son carros charamileros que se balancean por las calles y se quedan en cualquier esquina, toda la noche.
También hay carros mareros, que tienen la cara rayada (el bómper
abollado), tatuajes en las ancas, música a todo volumen y mucho… polvo.
La ventaja de tener carro viejo es que las placas son más baratas, los repuestos se encuentran en la Martí y no les roban el radio. Tampoco hay pena de que los choquen un poco.
Lo malo es cuando, en invierno, se le entra el agua por las puertas, por el quemacoco, por el suelo. Son los renglones torcidos de las compañías; están enfermos, como quien dice, por arriba y por abajo.
También es triste cuando se le queda a media carretera con el tráfico en la hora pico. No sólo le bocinan sino que le hacen el desprecio los BMW, las Blazer y otros todavía más feos. Hacen pucheros de carro ?bien?, estiran la trompa y levantan una ceja de polarizado, pero, ya se sabe, hasta la dentadura les pagan a plazos.
Peor todavía, algunos carros son viejos, pero se las dan de nuevos. Son los ?carros plásticos?, que aparentan más de lo que tienen. Son carruchos más delicados que una cantante de ópera. Cualquier miradas les raya la pintura, por cualquier cosa se les altera el sistema eléctrico, casi se enferman de los nervios; andan relucientes, tienen alarma, pero cargan el montón de medicinas entre la guantera, digo, llevan mil herramientas entre el baúl.
Cuando se le apaga su carro viejo, también torcerán la nariz las señoritas Honda 93, los señores Daewoo, los jóvenes Hyundai, o las patojas Kia, pero sepa que tales carros son pobres disfrazados de carros caros.
En cuanto a la facha, nada es feo si se le tiene cariño. Lo cual es falso.
Hay carros trompudos que andan como enojados, y en vez de acelerar, ladran. Los carros, como los perros, se parecen a sus dueños.
Los que abundan son los carros viejos trabajadores; andan con su latón remendado, con los zapatos apretados con lazos, con un foco arruinado, pero con al capó en alto, yendo y viniendo del trabajo. Estos, cuestionando a Bretch: ¿son los imprescindibles?.