Escenario

Revelaciones: Despertar 

Por el año de 1947 empecé a tener conciencia social, debido a mi amistad con la escritora Argentina Díaz Lozano, con quien trabajé en el antiguo Museo Arqueológico.

Ella me ayudó a quitarme la venda de los ojos y ver cómo frente a unos cuantos ricos, la mayoría del pueblo guatemalteco era pobre o inmensamente pobre. Algo que nunca antes había notado y que jamás me había llamado la atención. Simplemente se trataba de una realidad que parecía que a nadie le importaba, por lo menos a mi familia, la cual, empezando por mi madre, desconocía o trataba de desconocer aquella dolorosa verdad.

Claro que éramos pobres. Por algo mi madre me había puesto a trabajar a los 14 años, cuando me gradué de secretaria comercial y taquimecanógrafa. Su finalidad era poder casar a mis hermanos mayores con gente pudiente. A mí, la más pequeña, que me llevara el carajo. Lo que me salvó fue mi amor a los libros. Empecé leyendo novelitas de amor y terminé hundiéndome en Los miserables, de Víctor Hugo, el cual me despertó de mi sueño conformista. ¡Cómo me sacudió esta obra! Tanto, que al terminar de leerla había cambiado totalmente todas mis creencias. Desde entonces empecé a notar las injusticias sociales. ¿Es que antes no me había fijado en la miseria de la mayoría de los guatemaltecos? ¿Por qué lo veía como algo natural? Simplemente tenía ojos, pero no veía; oídos, pero no oía. Ciega y sorda, aceptando la visión social que tenía mi familia sin cuestionarla.

Sin duda fue entonces cuando empecé a escribir. Seré escritora –me decía- y denunciaré este mundo de injusticia. Con mi palabra cambiaría la sociedad. ¡Qué fácil me parecía! Pero debía estudiar. Obtener el título de bachiller en Ciencias y Letras para poder entrar en la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos.

Para mi buena suerte, la Facultad de Farmacia de la Usac había creado una escuela nocturna, en donde se podía estudiar el bachillerato. No lo dudé dos veces y empecé a asistir a las clases que eran de 7 a 10 de la noche. Si no comunista, mi pensamiento era —y continúa siendo— de izquierda. El mundo se volvió más ancho. Empecé por dejar de discriminar a ricos y pobres, morenos y blancos. Todos se volvieron simplemente seres humanos, aunque tenía cierto rencor hacia los ricos que permanecían ajenos a su prójimo.

Pero lo tremendo para mí es que quedé como una isla. Sin familia ni amigos, a no ser los que tenía en el Museo. Sin embargo, tuve la suerte de tener a un jefe estadounidense, el médico Paul Nesbitt. Vio mi interés por la lectura y el día de mi cumpleaños me regaló un libro voluminoso. Una novela sobre Galileo Galilei. Me devoré sus páginas y me empezó a interesar el contraste entre la ciencia y la religión. ¿En quién creería de hoy en adelante? Sin duda, en la ciencia. Ella me revelaría aquellas verdades que yo trataba de encontrar después de una intensa búsqueda. Todavía en la actualidad, cuando oigo hablar de Galileo, me entusiasmo y quiero saber más de su vida.

Mucho más adelante descubrí a Darwin y, por último, a Freud. Apasionada como soy, convertí sus ciencias en sólidas creencias, en nada desiguales a las creencias religiosas. Solo que en la ciencia encontraba menos trampas. Era algo que se abría y que siempre estaría descubriendo algo nuevo que podía o no contradecir los puntos de vista científicos anteriores.

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