Meta Humanos
Los hombres ya no lloran, se su1c1d@n
Necesitamos un diálogo abierto y honesto que transforme las creencias que hemos heredado.
El clásico “los hombres no lloran” se ha transformado en una sentencia: los hombres no tienen derecho a expresarse. No pueden hablar de sus preocupaciones, frustraciones, ni siquiera de sus malestares físicos. Esto no solo genera un malestar generalizado, sino que se traduce en cifras alarmantes de muertes evitables. Todas las personas somos vulnerables, pero hoy, especialmente, lo somos nosotros: los hombres.
A mi abuelo lo criaron con una visión del mundo en la que todo estaba dividido: las mujeres en la cocina, los hombres en el campo. A la generación siguiente le tocó una crianza similar, reforzando roles tradicionales y patrones machistas que también les enseñaron a reprimir su emocionalidad, a endurecerse, a asumir en silencio el peso de lo que significa “ser hombre”.
Culturalmente, parece más fácil aguantar el dolor que decir que algo duele. Más sencillo dejar que la depresión y la desesperanza nos consuman que buscar ayuda. No solo por los patrones que arrastramos, sino porque seguimos aferrados a los estándares de una masculinidad tóxica que nos obliga a esconder nuestras heridas —tanto físicas como emocionales— bajo una máscara de fortaleza y control.
Llaman “chillón” al niño que llora tras caerse de la bicicleta. Se burlan del adolescente que en un partido no resiste un golpe. Se minimiza el sufrimiento del joven que, tras una ruptura, se aísla, se evade con videojuegos, futbol o ligues, en lugar de buscar ayuda emocional. ¿Quién no ha escuchado el “¡sé hombre!” como respuesta ante el llanto, el miedo o la tristeza?
Los hombres también tenemos derecho a sentir, a pedir ayuda, a sanar.
Cuando enfrentamos la pérdida de un ser querido, una enfermedad, una ruptura amorosa o un golpe a nuestra estabilidad material, se espera que lo enfrentemos en silencio, sin quebrarnos. Pero ese silencio nos está matando. Los hombres también tenemos derecho a sentir, a pedir ayuda, a sanar.
Las estadísticas en Guatemala son alarmantes. En 2023, el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social reportó 34 mil 178 diagnósticos de trastornos mentales y de comportamiento, donde la depresión y la ansiedad fueron los más frecuentes. Casi el 40% de estos casos correspondió a personas menores de 19 años. Aún más preocupante es que el 57% de los suicidios reportados durante 2022 involucró a adolescentes y jóvenes de entre 11 y 30 años.
Además, una encuesta de U-Report realizada por Unicef a mil 500 jóvenes en Guatemala reveló que el 38% manifestó haber experimentado ansiedad, el 22% depresión y un preocupante 41% afirmó no haber buscado ayuda.
Necesitamos un diálogo abierto y honesto que cuestione y transforme las creencias que hemos heredado. Solo así la salud mental dejará de ser un privilegio para convertirse en un derecho. Solo así podremos construir redes de apoyo reales, espacios donde hablar sea posible, donde sentir no sea motivo de vergüenza y donde ser vulnerables no nos haga menos hombres, sino más humanos.
Por último, es necesario que como sociedad cambiemos de mentalidad. Debemos aprender que la vulnerabilidad no es sinónimo de debilidad, y que las emociones no deberían reprimirse, sino expresarse abiertamente. Solo así podremos construir una cultura donde la expresión individual contribuya a una colectividad más sana, abierta y empática. Cabe remarcar que construir una nueva cultura sí es posible, pero hacerlo implica primero reconocer qué creencias y comportamientos se deben dejar atrás. Esto implica invertir no solo en apoyo psicológico, sino también en entornos que promuevan el bienestar: parques, calles seguras, espacios de ocio, diálogo y convivencia. Necesitamos canales saludables para desahogar la presión de vivir en un mundo cada vez más abrumador, y convertir esa descarga emocional en un acto de dignidad, no de vergüenza.