Pluma invitada
El vacío del Estado y la economía del miedo
¿Es posible actuar moralmente en una sociedad donde el mal se ha normalizado?
En Guatemala, 20 miembros de la pandilla Barrio 18 se escaparon de una cárcel de máxima seguridad. No fue una fuga cinematográfica ni un golpe de suerte. Fue algo más inquietante, una muestra de cómo las fronteras entre crimen y Estado se disuelven hasta volverse indistinguibles. ¿Quién abrió las puertas? ¿Quién miró hacia otro lado? Las respuestas, si es que llegan, solo confirmarán lo que ya sabemos: la corrupción, lejos de ser una excepción, sigue siendo el idioma del poder.
En un país donde todo se compra, ser decente es un acto de rebeldía.
Ante ese panorama surge una pregunta que incomoda más que cualquier titular. ¿Es posible actuar moralmente en una sociedad donde el mal se ha normalizado? Dicho de otro modo, cuando todo está podrido, ¿tiene sentido seguir intentando ser correcto?
En contextos como el guatemalteco, la integridad parece un lujo reservado para quienes no tienen hambre ni miedo. La gente común, como el vendedor, la madre soltera o el policía honesto, se mueve entre la necesidad y la desesperanza. No robar no siempre es una elección ética, a veces es una imposibilidad económica. No denunciar no siempre es cobardía, puede ser instinto de supervivencia. En este terreno minado, la moral deja de ser una brújula y se convierte en un peso.
Sin embargo, reducir la ética a una cuestión de privilegio sería rendirse al cinismo. La historia está llena de ejemplos de quienes, incluso en las peores circunstancias, se negaron a ceder. Lo que cambia no es la posibilidad de la rectitud, sino su costo. En sociedades corroídas por la impunidad, ser decente exige valentía, y esa valentía rara vez se premia. Pero, sin ella, la degradación se vuelve total.
El problema es que, cuando las instituciones fallan, el vacío moral no permanece vacío por mucho tiempo. Otros lo llenan. Las pandillas ofrecen “protección” a cambio de lealtad, los empresarios compran impunidad y los líderes religiosos venden salvación instantánea. En ausencia del Estado, surgen micro-Estados con sus propias reglas, sus propios códigos de justicia y castigo. Así se reescribe el contrato social: ya no entre ciudadanos y Gobierno, sino entre miedo y conveniencia.
Lo más peligroso no es que la gente pierda la fe en las instituciones. Lo verdaderamente grave es que se acostumbre a vivir sin ellas. Cuando la justicia se convierte en una palabra hueca, la gente empieza a buscarla por su cuenta o deja de buscarla del todo. Y esa resignación, silenciosa, cotidiana y contagiosa, se convierte en el terreno fértil donde el autoritarismo echa raíces.
¿Qué queda, entonces? Tal vez no la esperanza ingenua, sino la resistencia ética. No la honradez entendida como dogma, sino como acto de rebeldía. Si en este país casi todo se compra y se vende, actuar con decencia es una forma de insurrección. No porque cambie el sistema de inmediato, sino porque impide que el sistema lo cambie a usted.
Guatemala no está sola en este dilema. Desde México hasta Honduras, desde las cárceles hasta los congresos, la región comparte una misma herida: la erosión de la confianza. Pero, si algo nos enseña esta crisis, es que la justicia no puede depender únicamente del Estado. También se construye desde abajo, en los barrios, en las escuelas y en las familias. No como un ideal abstracto, sino como una práctica diaria que desafía la lógica de la impunidad.
Cuando la ley se vuelve una farsa y el poder una mercancía, lo que mantiene viva a una sociedad no es la fuerza, sino la conciencia. Y en tiempos de oscuridad, la moral deja de ser un lujo y se convierte en una forma de supervivencia.