Meta humanos

¿Qué —o a quién— estamos esperando?

Los extranjeros que llegamos a Taiwán también terminamos “copiando” lo que hacen los taiwaneses.

Un día iba en bicicleta en la calle, donde yo no sabía que era prohibido hacerlo, y alguien me detuvo para decírmelo… pero no fue un policía, fue un ciudadano. ¿Qué pasaría si cuidar de nuestro país se volviera nuestro trabajo? Así es como funciona Taiwán, un país que se transformó completamente en los últimos 30 años. Ningún país está condenado; las sociedades pueden cambiar cuando sus ciudadanos deciden hacerlo. En los años 90, Taiwán era conocido como “la isla de la basura”. Hoy recicla más del 60% de sus desechos y es un referente mundial en sostenibilidad. La diferencia no fue tecnológica, sino cultural: la gente decidió cambiar sus hábitos y todo empezó con un grupo de 10 mujeres que luego inspiraron políticas nacionales, como el sistema de reciclaje mandatorio. Reciclar se enseña en las escuelas públicas y privadas como parte del currículo nacional, reforzando desde la infancia la responsabilidad ambiental.

La sociedad taiwanesa no esperó que alguien más arreglara las cosas.

En Taiwán, tus amigos no te ofrecerán una cerveza si saben que estás manejando. Si no reciclas, la gente te ve muy mal. Es un país donde las pistolas son prohibidas y puedo montar bicicleta sola a las dos de la mañana sin miedo. Es raro encontrar basureros en las calles, pero es aún más raro ver basura en el suelo.

Por supuesto, el Gobierno apostó por la educación y la disciplina colectiva, y hoy más del 99% de la población sabe leer y escribir. Pero lo más importante fue el cambio de mentalidad: la gente entendió que seguir las reglas no es perder libertad, sino garantizarla. Durante la pandemia, ese mismo sentido de responsabilidad colectiva marcó la diferencia. Mientras gran parte del mundo entraba en confinamientos masivos, Taiwán controló el virus sin cerrar su economía. Con una población de 23 millones de personas, logró mantener menos de 500 casos y seis muertes durante los primeros meses. La gente no necesitó que la obligaran; simplemente hizo lo correcto, lo que le convenía a la mayoría. En lugar de copiar modelos extranjeros, creó los suyos.

La cultura del respeto es contagiosa. Los extranjeros que llegamos a Taiwán también terminamos “copiando” lo que hacen los taiwaneses; llegué hace más de 10 años y pienso en Guatemala: nosotros también podríamos ser el ejemplo que queremos ver en otros ciudadanos. ¿Qué pasaría si “nos pusiéramos las pilas”? Si aceptáramos que el cambio de Guatemala empieza desde nuestra burbuja: desde el voluntariado comunitario, desde el simple acto de devolver una billetera perdida, de ser puntuales, respetar el semáforo y siempre dar vía, de dejar de bocinar cuando no es necesario. Cada acto minúsculo puede tener un impacto enorme si todos nos comprometiéramos a hacer lo mismo.

La sociedad taiwanesa no esperó que alguien más arreglara las cosas, ¿por qué los chapines seguimos esperando? Convirtamos el respeto, la educación y la participación ciudadana en símbolos de orgullo, no en algo fuera de lo común. Taiwán no cambió por suerte; cambió porque su gente decidió hacerlo. Guatemala también puede hacerlo si todos decidimos dejar de quejarnos y empezar a construir una nueva realidad para nuestro país. ¿Cómo? Empezando por ser ese cambio, siendo los que piensan y actúan distinto, los que transforman las conversaciones en acciones, invitando a sus amigos a imaginar una Guatemala diferente y a construirla juntos. Y siendo nosotros mismos los policías de Guatemala, como aquel taiwanés que me recordó que no podía montar bicicleta en esa calle.

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