ConcienciaLa cultura del privilegio

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Pareciera que el hecho de ser funcionario público otorgara el derecho a estar exento de la imparcialidad y dureza en la aplicación de la ley.

¿Por qué, si Jacinto Rivas roba cien quetzales o dos gallinas, el Ministerio Público y el sistema de justicia hacen todo lo posible para enjuiciarlo y condenarlo por el delito que cometió; pero si quien delinque es un funcionario público la ley sigue siendo lenta, ineficaz y discriminadora?

El desvío de los Q.90 millones del Ministerio de Gobernación ratifica lo anterior: el funcionario público pareciera que está exento de cumplir con la ley o de que se le aplique el rigor de la misma cuando viola la norma o comete un delito.

Pero lo más penoso es tratar de disminuir la gravedad del delito diciendo que el desvío de fondos no fue de noventa sino sólo de treinta millones de quetzales. ¡Aunque fuera sólo de un quetzal! Si se es funcionario público y responsable del manejo de dinero y bienes públicos, se debe responder hasta por el último centavo que se le confía. Por tanto, aunque se trate de la cantidad más pequeña que nos podamos imaginar, el castigo debe ser el mismo para todos.

¿O es que ser funcionario público significa estar por encima de la ley? La Constitución establece que el imperio de la ley se extiende a todas las personas que se encuentren en el territorio de la República.

También que los funcionarios públicos son depositarios de la autoridad, responsables legalmente por su conducta oficial , sujetos a la ley y jamás superiores a ella.

De acuerdo con la tipificación de los delitos regulados en el Código Penal, no existe un atenuante en el caso de ser un funcionario público quien cometa un delito. Al contrario, existen delitos cuyas sanciones aumentan en el caso de ser un funcionario público quien realice el acto delictivo. Entonces ¿por qué no se cumple con la ley? ¿Acaso existe una consigna entre los funcionarios según la cual éstos tienen un trato preferencial respecto del resto de los ciudadanos?

No se puede menos de dar la razón a quienes dicen que Guatemala es un país de privilegios, si hasta para la aplicación de la ley existen diferencias, dependiendo del estrato social, económico, político y hasta cultural de la persona.

Pero la cultura del privilegio debe terminar. Si en realidad queremos progresar, debemos tener claro que los ciudadanos, incluyendo a los funcionarios públicos, desde el Presidente de la República hasta el último en el escalafón, no son superiores a la ley.

Si en realidad se quiere una administración pública transparente y libre de corrupción, no se puede continuar creando normas ambiguas y que confieran poderes discrecionales a las autoridades. Si en realidad se quiere rescatar el sistema judicial, pilar de la institucionalidad del país, no debe tenerse miedo de aplicar la ley, de cumplir la tarea impuesta, de realizar el trabajo para el cual se haya sido contratado.

Los tres organismos del Estado tienen la responsabilidad de impulsar el cambio. El año 2002 se presenta como una nueva oportunidad para trabajar en las normas contenidas en leyes y reglamentos, así como en los procedimientos y sistemas de trabajo, para hacer cambios de fondo en la administración pública.

Impulsar la transparencia y atacar la corrupción no puede lograrse sin acciones concretas, metas definidas y valor para actuar conforme la ley.

¡Ya no más privilegios!.

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