Civitas
Los platos rotos los pagamos nosotros
Señalar los errores del poder público no debería catalogarse de forma alarmista como oposición automática. Como si eso fuera algo negativo. En realidad, es una obligación ciudadana y una muy cívica, especialmente cuando las decisiones del Estado no solo no resuelven los problemas del país, sino que generan retrocesos y terminan afectando directamente a la población. Este 2025 hubo múltiples ejemplos de decisiones del Gobierno, del Congreso o de la justicia que tuvieron un denominador común: intenciones declaradas, malas políticas públicas y costos reales para la economía, la seguridad y el desarrollo del país.
Si comenzamos por lo más reciente, el anuncio del presidente Arévalo de incrementar el salario mínimo es de los ejemplos más claros de decisiones que cuestan caro a todos. En principio, nadie puede oponerse a que los trabajadores ganen mejor y que aspiren a mayor bienestar. El problema está en ignorar la economía real, puesto que fijar el salario mínimo distorsiona el equilibrio de la oferta y la demanda del trabajo. Cuando un aumento salarial no está acompañado de más productividad, formalización o crecimiento, el ajuste es doloroso. No genera prosperidad y se pierden muchas oportunidades.
Otro ejemplo quedó plasmado en el presupuesto general aprobado para el 2026, donde el gran perdedor fue el Ministerio de Comunicaciones. Para el próximo año habrá menos recursos para construcción de obra pública y desarrollo de la infraestructura vial, lo cual significa menos carreteras, poco mantenimiento y menos conectividad. Cada quetzal que no se invierte en infraestructura y se va a otro rubro, se traduce en costos logísticos altos, menos inversión privada y comunidades aún más alejadas. Mientras tanto, otros rubros tuvieron aumentos desmesurados, y, sí, lo más descarado y cuestionable es lo hecho con los Consejos Departamentales de Desarrollo.
Cada vez que el poder público se equivoca, quien paga los platos rotos somos nosotros, los ciudadanos.
Al desmenuzar el presupuesto, el comportamiento del Congreso tampoco quedó bien parado. Los diputados mantuvieron vigente todo el año su aumento salarial. El contraste de la realidad distorsionada en la que viven ellos versus las familias guatemaltecas que hacen muchísimos sacrificios para salir adelante resulta ofensivo. No solo es una cuestión de cuánto ganan, sino de cuánto trabajan, los resultados y que el poder público no puede estar así de desconectado de la ciudadanía.
En materia de seguridad, la fuga de reos ocurrida este año dejó en evidencia una crisis institucional grave. Algunos lo presentaron como un hecho aislado o un error administrativo. No obstante, es una señal clara de un Sistema Penitenciario colapsado y una cadena de responsabilidades que nadie quería asumir. Si el Estado no puede custodiar a personas privadas de libertad, ¿cómo va a garantizarnos que va a cumplir una de sus funciones más básicas de proteger nuestra vida y nuestra propiedad?
La parálisis institucional en el sistema de Justicia no se queda atrás. Durante meses, la Corte Suprema de Justicia ha estado estancada, sin elegir a su presidente. La falta de conducción antes de un año tan caótico como será el 2026 es preocupante. La confianza se erosiona y el sistema Judicial proyecta una imagen de incapacidad.
Gobernar nunca ha sido fácil. Implica responsabilidad, rendición de cuentas y muchas limitantes. Sin embargo, cada vez que el poder público se equivoca, quien paga los platos rotos somos nosotros, los ciudadanos. Por ello, señalar estas decisiones significa abrir el debate, porque siempre habrá margen para corregir el rumbo. Las verdades así incomodan, pero gobernar exige más que buenas intenciones, exige resultados.