De manera crítica van confrontando su propia visión del desarrollo con respecto de propuestas alternativas que han estado —y siguen estando— muy difundidas y arraigadas en el imaginario popular.
Siempre con ejemplos concretos para dejar el punto en claro, pero también con la sencillez propia del que sabe que no puede dar una respuesta contundente a una pregunta tan fundamental como las razones de la prosperidad y del atraso.
Así, cuestionan la “hipótesis de la geografía”, puesta en boga en el siglo XVIII, la cual plantea que las personas en climas tropicales tienden a ser haraganes y faltos de curiosidad. Y cómo estas características los lleva a no trabajar lo suficiente y a no innovar, razones que explicarían su pobreza. Hoy en día dicha hipótesis ha mutado y se dice que sociedades ubicadas en climas tropicales son más propensas a enfermedades que merman su estado de salud, y por ende su productividad, y que los suelos tropicales son mucho menos propicios para una agricultura productiva.
De manera similar confrontan la “hipótesis de la cultura”, la cual arguye que la Reforma protestante y la ética que esta generó, estimularon el surgimiento de la sociedad industrial moderna en Europa Occidental.
El argumento también se puede extrapolar a la influencia no solamente de una religión, sino de una cultura: la inglesa, por ejemplo. Curioso argumento que me hizo recordar la comparación que se hace de pueblos como Almolonga y Zunil, o el comentario de qué hubiera sido de América Latina si en vez de
España el colonizador hubiese sido Inglaterra.
Finalmente, le sale al paso a la “hipótesis de la ignorancia”, la cual sostiene que los países pobres son pobres porque tienen muchas fallas de mercado y porque sus economistas y formuladores de política pública no saben cómo corregir esta situación.
Luego lo que estaría haciendo falta es mejores tecnócratas y una clase dirigente mejor informada, que pudieran proponer mejores soluciones.
A todas estas explicaciones, los autores les encuentran un contraejemplo para rebatirlas, y a la vez que reforzar la tesis central del libro: son las instituciones —políticas primero, y económicas después— las que explican el desempeño de las naciones.
Poderoso planteamiento ese de llevarnos de lo político a lo económico. De cómo las instituciones políticas, que son las llamadas a distribuir el poder generan los incentivos para que surjan instituciones económicas que favorezcan o inhiban la iniciativa, la innovación, la visión de largo plazo, y con ello el crecimiento económico y bienestar social.
Dado el lento proceso que suponen los cambios institucionales, mucha de la crítica al libro se ha centrado en lo limitado de su propuesta para que países como Guatemala finalmente salgan del atraso.
Pero, en realidad, si usted lo piensa despacio, el cambio institucional no es menos fatalista que explicar el subdesarrollo de los países por su ubicación geográfica, su cultura o la ignorancia de sus elites.
En fin, esta columna no pretende ser un resumen del libro ni mucho menos. Son solamente dos o tres ideas para provocarlo con una lectura valiosa y obligatoria para cualquiera que esté interesado en esas preguntas amplias que nos ocupan a los que trabajamos en desarrollo.
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