Tras 25 años del siglo XXI, el cambio climático dejó de ser una proyección futura y expuso límites políticos, ambientales y económicos en la respuesta global y nacional. (Foto Prensa Libre: Freepik)

Cambio climático en el siglo XXI: promesas, retrocesos políticos y una crisis que ya es presente

21 de diciembre de 2025

Queda mucho por hacer de parte de la humanidad para reducir la huella de carbono, y se requieren planes más ambiciosos para lograrlo.

Este año, en Brasil, se celebró la trigésima Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30), un momento de inflexión respecto de los avances y compromisos alcanzados una década después de la COP21, en la cual se adoptó el Acuerdo de París, con el objetivo de continuar los esfuerzos por reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

El devenir climático en los primeros 25 años del siglo XXI ha confirmado algunos de los escenarios proyectados: incremento de lluvias, sequías, incendios y olas de calor.

También se han evidenciado posturas políticas diversas; compromisos ambientales y financieros respaldados por la mayoría de países; protestas de grupos ambientalistas y campañas como “La Hora del Planeta”, así como el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a contribuciones científicas y de divulgación sobre el cambio climático.

Los primeros indicios de que las condiciones climáticas estaban cambiando se conocieron en 1979, durante una reunión de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), explica Raúl Maas, del Instituto de Investigación en Ciencias Naturales y Tecnología (IARNA), de la Universidad Rafael Landívar (URL).

Ante la necesidad de dar seguimiento a esa información, se decidió, junto con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), crear el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, en inglés).

El primer informe del IPCC permitió suscribir, en 1992, la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático —conocida como Convención de Río— durante la Cumbre de la Tierra, celebrada ese año en Brasil, lo cual dio paso a la primera COP, en 1995, y a la aprobación del Protocolo de Kioto, en 1997, que estableció límites a las emisiones de GEI.

Maas señala que, ante la proximidad del vencimiento del Protocolo de Kioto, en el  2013 se planteó un nuevo acuerdo global para enfrentar el cambio climático. Así surgió el Acuerdo de París, en el 2015, con el cual se flexibilizó la responsabilidad de los países ante la crisis ambiental. El Protocolo de Kioto, tras un largo proceso de ratificación, entró en vigor en el 2005.

Durante la COP18, en el 2012, se acordó extenderlo hasta el 2020, mediante la Enmienda de Doha, lo cual marcó una transición hacia el Acuerdo de París, que, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), es jurídicamente vinculante para los países que lo adoptan. Como objetivo de largo plazo, el Acuerdo de París establece que las naciones deben "reducir sustancialmente las emisiones de GEI para limitar el aumento de la temperatura global en este siglo a 2 °C, y esforzarse por limitar este aumento a 1.5 °C".

Según Marco Vinicio Cerezo, director de la Fundación para el Ecodesarrollo y la Conservación (Fundaeco), a principios del siglo el mundo tomó conciencia de la gravedad del cambio climático y se trabajó para alcanzar el Acuerdo de París, que dio la esperanza de avanzar con rapidez. Sin embargo, en estos 25 años, el progreso ha sido muy lento en los retos de reducir la deforestación y la dependencia de los combustibles fósiles.

Desbalance

Los GEI se acumulan en la atmósfera terrestre y pueden tener origen natural o antropogénico. Absorben la radiación solar y, de esa forma, retienen y aumentan el calor en el planeta, lo que provoca el efecto invernadero, fenómeno que permite mantener una temperatura promedio de 15 °C y crea las condiciones necesarias para la vida en la Tierra.

Sin embargo, el problema surge cuando se incrementa la concentración de estos gases generados por la actividad humana. Según expertos, los de mayor impacto en el calentamiento global son el dióxido de carbono (CO₂) y el metano (CH₄), además de otros como el óxido nitroso, el hexafluoruro de azufre y los hidrofluorocarbonos.

La concentración de CO₂ en la atmósfera es un índice que se monitorea constantemente, y se toma como referencia el nivel de la época preindustrial —cuando comenzó a aumentar debido a las actividades humanas—, que se estima era de 280 partes por millón (ppm).

En el 2024, ese nivel llegó a 425 ppm, lo que representa un salto cualitativo importante, explica Maas. Agrega que una de las implicaciones de haber alcanzado este nivel es el desbalance energético: la cantidad de calor y radiación solar que ingresa al planeta supera la que se libera al espacio exterior, debido al incremento en la concentración de CO₂ en la atmósfera.

Según la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA, en inglés), el CO₂ atmosférico global aumentó 50% desde 1800 y alcanzó un récord en el 2024, impulsado por actividades humanas como la extracción y quema de combustibles fósiles —carbón, petróleo y gas natural—, la producción de cemento, la quema de biomasa y la agricultura.

Alex Guerra, director del Instituto Privado de Investigación sobre Cambio Climático (ICC), reconoce que, en los primeros 25 años del siglo XXI, la tendencia ha sido continuar con la contaminación atmosférica. Aunque el mundo se encamina hacia el peor escenario y cada año se contamina más que el anterior, destaca como positivo que la brecha de crecimiento comienza a reducirse.

A principios del siglo se hablaba de escenarios a futuro, pero ahora se trata de un problema del presente, indica Guerra. “Vemos las ondas de calor, los cambios de temperatura. Por ejemplo, en Guatemala hay pueblos que eran muy fríos, como en Totonicapán o Quiché, y no existían zancudos; en la actualidad se encuentran y transmiten enfermedades.

Y en la capital, donde antes era poco frecuente el uso de aire acondicionado, ahora ya es bastante común”, refiere. Hay señales claras de que la temperatura está cambiando, y eso nos obliga a adaptarnos. De lo contrario, se producen impactos negativos en lo económico, en la salud y la vida humanas, así como en la agricultura, con la aparición de nuevas plagas, comenta el experto del ICC.

Maas coincide en que el aumento de la temperatura tiene efectos colaterales, como el incremento del calor en las aguas oceánicas, lo cual crea condiciones propicias para fenómenos como El Niño, que en Mesoamérica se manifiesta con temperaturas elevadas y reducción de lluvias cuando las aguas del océano Pacífico se elevan entre 0.5 °C y 1 °C.

Esto conlleva implicaciones económicas, sociales y políticas para los países de la región. Durante estos años, desde el punto de vista científico, los aportes del IPCC y de otras entidades dedicadas al estudio del cambio climático muestran que es innegable la alteración de las condiciones climáticas del planeta. Existe una mayor variabilidad en el clima a nivel mundial, lo que ha dado lugar a eventos extremos, tanto por su ausencia como por su intensidad, explica el investigador del Iarna.

Desde Kioto se acordó limitar el aumento de la temperatura a un máximo de 1.5 °C, pero ese límite se está rebasando de forma preocupante, afirma Maas, quien advierte de que solo algunos gobiernos trabajan para enfrentar la crisis ambiental, mientras que otros, como   EE. UU., mantienen una postura oscilante, sujeta a los cambios políticos entre republicanos y demócratas. Lo ideal sería mantener una tendencia de reducción en la contaminación; sin embargo, el panorama político y económico actual, sumado a la salida de EE. UU. del Acuerdo de París, hace que el futuro no luzca prometedor, señala Guerra, al afirmar que “en los 25 años del siglo XXI el resultado es negativo”. Para Cerezo, “fuimos muy idealistas y casi ingenuos en el 2015. La realidad es que el Acuerdo de París enfrentó dos obstáculos previsibles y uno no previsto”.

Entre los previsibles, menciona la fuerte oposición de los países productores de petróleo, que han promovido un lobby internacional para evitar la reducción en el uso de combustibles fósiles, así como la resistencia de sectores industriales que no comprendían la gravedad de la crisis climática, refiere. El obstáculo imprevisto fue “el Factor T” —Donald Trump—, quien impulsó una ola política conservadora que niega el cambio climático y promueve un mayor consumo de combustibles fósiles con el eslogan “Drill, baby, drill”, un llamado a perforar pozos petroleros.

En enero de este año, el presidente estadounidense firmó una orden ejecutiva para retirarse, por segunda vez, del Acuerdo de París, decisión que será efectiva en enero del 2026. Algo similar ocurrió durante su primer mandato, en el  2017, pero la salida se hizo efectiva hasta noviembre del 2020. Tras la llegada del demócrata Joe Biden a la presidencia, solicitó la reincorporación al Acuerdo, en enero del 2021. Cerezo añade que el exvicepresidente estadounidense Al Gore (1993-2001, en el gobierno de Bill Clinton) ha sido uno de los políticos más activos en la difusión de los impactos del cambio climático.

En el 2006 se presentó el documental Una verdad incómoda, que ofrecía una visión del calentamiento global y sus efectos. La obra fue reconocida con dos premios Óscar y, en el 2007, el Premio Nobel de la Paz, otorgado de forma conjunta con el IPCC.

Metas y debilidades

En ese contexto internacional, Guatemala participa desde 1995 en la Conferencia de las Partes (COP), donde se analizan las propuestas globales relacionadas con el cumplimiento de los compromisos para reducir emisiones de GEI, indica Fredy Chiroy, exviceministro de Recursos Naturales y consultor en medio ambiente.

Las condiciones establecidas para los 196 países firmantes del Acuerdo de París incluyen la elaboración de una Contribución Nacionalmente Determinada (NDC,   en inglés), que contemple los planes de reducción de emisiones para el 2030, así como el diseño de una estrategia de largo plazo con visión al 2050, comenta Chiroy.

Cada país plantea propuestas distintas. Algunos optan por la descarbonización como estrategia a largo plazo. En el caso de Guatemala, Chiroy resalta que se rechazó esa opción porque aún es un país en vías de desarrollo, con necesidad de impulsar el dinamismo en distintos sectores económicos —como la infraestructura pública y privada o la industria—.

Además, no es un emisor significativo de GEI, ya que representa apenas el 0.11% de las emisiones globales. Para Cerezo, la reducción de emisiones de GEI “no es un cálculo hacia el pasado. No se trata de que Guatemala no emitió y, por lo tanto, no tiene que reducir ni compensar”. Afirma que los cálculos deben orientarse hacia el futuro y comprometerse con la reducción, porque todas las emisiones, aunque pequeñas, se suman al total planetario y contribuyen al avance del cambio climático. Recientemente, Guatemala aprobó la segunda revisión de su NDC, con visión al 2035.

El documento fue presentado por primera vez en el 2015 y revisado en el 2021, indica Chiroy. En esta nueva versión se incluyen compromisos como el impulso a las energías renovables, la movilidad eléctrica, la recuperación de la cobertura boscosa, el manejo de la captación de metano, entre otros, los cuales se expusieron este año en la COP30.

La estrategia de largo plazo aún está en revisión y abarca varios sectores, entre ellos el transporte, la industria, la agricultura, la ganadería sostenible y la recuperación de bosques, comenta Chiroy. “Guatemala tiene una deuda con el planeta, y es que las NDC que presenta son muy poco ambiciosas.

Este gobierno prepara una nueva revisión, pero debería incrementar enormemente sus metas e incluir acciones del sector productivo, agrícola, de la ciudadanía, de los campesinos y del Estado”, comenta el director de Fundaeco. La deforestación continúa siendo un problema grave, y no se han modificado los patrones de cambio en el uso del suelo, advierte Cerezo, al recordar que el Gobierno ha planteado alcanzar “deforestación cero” para el 2035. Considera que es una meta realizable, aunque requiere grandes inversiones.

Con datos del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (Maga), Maas señala que, entre el 2003 y el 2020, los bosques y humedales del país se redujeron en un 10%, mientras que aumentó la producción de café, hule y palma africana, así como la expansión de áreas urbanas.

Más que deforestación, afirma, el problema radica en cómo se sustituye el uso del suelo y el impacto que eso genera en la provisión de bienes y servicios ambientales. Actualmente, en el país se ejecutan dos proyectos en el marco de la iniciativa internacional Fondo Verde para el Clima (FVC). El primero, Altiplano resiliente, busca la recuperación de cuencas hidrográficas. El segundo, el Proyecto Relive, se desarrolla junto con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en zonas de Alta Verapaz y el Corredor Seco.

Guerra reconoce que aún se pierde cobertura boscosa, aunque se hacen esfuerzos para conservar áreas protegidas y parques, además de impulsar iniciativas internacionales que promuevan productos libres de deforestación. “Hay mucha vigilancia y tecnología a nivel mundial para detener la deforestación, como el monitoreo de Global Forest Watch”, afirma, al comentar que se han detenido embarcaciones tras detectarse incumplimientos.

El país forma parte de la iniciativa 20x20 —lanzada con el fin de restaurar 20 millones de hectáreas de bosque hacia el 2020—. Aunque se superó ese plazo, las metas fueron renovadas con proyección al 2030. Guatemala se comprometió a restaurar 1.1 millones de hectáreas, agrega Guerra. Existen departamentos donde se recupera más bosque del que se pierde, y otros, como Petén e Izabal, donde la pérdida es significativa, asegura Guerra.

Confía en avances como la “Ley Probosque”, decreto 2-2015, y considera positivo que la tasa de deforestación se reduzca, lo cual hace posible pensar en una tasa neta de cero deforestación, como la que alcanzó Costa Rica en 1985.

Otro desafío del cambio climático es el régimen de lluvias. Guerra sostiene que  en esta región  se prevé una disminución de las precipitaciones, mientras que en otras, como el Mediterráneo, se intensificarán. A escala mundial y nacional, el mayor rezago es en la Gestión Integrada del Agua, un indicador que se evalúa cada tres años. En el 2017, el promedio mundial fue de 51 puntos sobre cien; en Centroamérica, de 31 puntos, y Guatemala obtuvo apenas 25. Hace dos años, el país logró aumentar a 33 puntos sobre cien, gracias al trabajo realizado en las cuencas. Sin embargo, aún falta contar con una Ley del Agua y mayor financiamiento.

En general, estos 25 años del siglo XXI han estado marcados por el deterioro de los cuerpos de agua, causado por actividades humanas, opina Guerra. Mientras los países desarrollados invierten en recuperar ríos y lagos, en Guatemala es lamentable y vergonzoso que el  Motagua y el lago de Amatitlán presenten niveles tan altos de contaminación, principalmente de tipo biológico.

Guerra, director del ICC, recomienda invertir en plantas de tratamiento y en el manejo de desechos para rescatarlos. En la Costa Sur, hace una década, los ríos se secaban. Una crisis obligó a alcanzar acuerdos locales entre usuarios, y desde entonces el ICC mantiene monitoreo de los niveles de los ríos para coordinar acciones.

Sin embargo, “solo reaccionamos ante una crisis”, sostiene Guerra. Maas comenta que la temperatura y la disponibilidad de agua están relacionadas: a mayor temperatura, mayor evaporación. Añade que, según estimaciones efectuadas entre 1950 y el 2000, el 24% del territorio nacional ya presentaba déficit hídrico. Con base en modelos matemáticos del IPCC, se proyecta que, para el 2050, las zonas con déficit hídrico en el país aumentarán, y que para el 2080 abarcarán entre el 65 y el 70% del territorio nacional.

Esto exige evaluar la disponibilidad de agua en cada cuenca, considerando el crecimiento poblacional, las dinámicas productivas y la biodiversidad del país, explica el investigador del Iarna. La gran debilidad de Guatemala, así como de los sectores productivos en países en desarrollo, es que aún no comprenden plenamente cómo los afecta el cambio climático, señala Cerezo. Esa falta de conciencia impide comprometerse e impulsar políticas empresariales para reducir emisiones y frenar la deforestación.

Con la aprobación del decreto 7-2013, Ley Marco para Regular la Reducción de la Vulnerabilidad, la Adaptación Obligatoria ante los Efectos del Cambio Climático y la Mitigación de Gases de Efecto Invernadero, se creó el Consejo Nacional de Cambio Climático, en el que participan organizaciones empresariales, campesinas, municipales, universidades y representantes del Gobierno.

Además, se estableció el Fondo Nacional de Cambio Climático y se fijaron directrices para proyectos de carbono. Aunque muchos de los problemas del país suelen asociarse al cambio climático, para Maas existen otras circunstancias que determinan los aspectos socioeconómicos y culturales, los cuales se agravan con las condiciones climáticas.

Ejemplos de ello son los casos de desnutrición o los derrumbes en la infraestructura vial, que reflejan deficiencias en la gestión financiera y política, así como en la calidad de las inversiones efectuadas.

Rectificar el rumbo

China, Estados Unidos, India, la Unión Europea, Rusia e Indonesia fueron los mayores emisores de GEI en el 2024. En conjunto, representaron el 62% de las emisiones mundiales, según el informe de la Base de Datos de Emisiones para la Investigación Atmosférica Global (Edgar,  en inglés).

Alcanzar las emisiones netas cero (Net Zero) y cumplir con los objetivos del Acuerdo de París entre el 2050 y el 2070  requiere un esfuerzo conjunto de todos los sectores. Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la meta es técnicamente posible si se aplican estrategias de largo plazo más ambiciosas y se identifican reformas políticas inmediatas y prioridades de inversión.

Un ejemplo es Costa Rica, que presentó en el 2019 su Plan de Descarbonización con visión al 2050, enfocado en el transporte, el sector eléctrico, los procesos industriales, los residuos, la agricultura y el cambio en el uso del suelo. Este incluye transformaciones en el transporte público —como un tren eléctrico—, incentivos y normativas para construcciones sostenibles, hojas de ruta para cadenas de valor en los sectores productivos y políticas de gestión integral de residuos y economía circular.

“En los próximos 25 años del siglo XXI deben ocurrir cosas importantes”, destaca Cerezo, al referirse al cambio de la matriz energética para dejar de depender de los combustibles fósiles, la necesidad de detener la deforestación  y el trabajo por la protección de los recursos hídricos, incluidos los océanos y los ecosistemas marinos, lo cual representa un compromiso internacional.

Los analistas coinciden en  que la desinformación o el desconocimiento fomentan la negación del cambio climático. Posturas políticas como la de Donald Trump y otros líderes dificultan los acuerdos internacionales en materia ambiental y obstaculizan el cumplimiento de las metas.