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La justicia en la colonia

La crueldad y el racismo fueron parte del sistema de justicia en la época de la dominación española.

Grabado de la Plaza Mayor de Antigua Guatamala, aparecido en Reize naar Guatemala, de Jacobus Haefkens (1830). (Foto: Hemeroteca PL)

Grabado de la Plaza Mayor de Antigua Guatamala, aparecido en Reize naar Guatemala, de Jacobus Haefkens (1830). (Foto: Hemeroteca PL)

En cierta ocasión, en el área que hoy es Huehuetenango, fue sorprendido Pedro Velasco montado sobre una mula. El tlaxcalteca Pedro Gaspar Hernández fue con las autoridades y lo acusó de cometer “bestialismo”, es decir, zoofilia.

Aquel suceso, analizado por los historiadores Carlos Seijas y Johann Melchor, está registrado en un documento de 1616 con el título Proceso criminal de los Oficiales de la Real Justicia contra Pedro Velasco yndio del pueblo de Aguacatlán, y la mula llamada Pastora, por aver (sic) cometido pecado nefando.

El tribunal le puso un defensor al indígena y otro a la mula. Al inicio, Velasco dijo que “el diablo le había tendido una trampa”.

El proceso se trasladó hasta la Real Audiencia, en Santiago de Guatemala —actual Antigua Guatemala—.

Para investigar el caso, los jueces lo sometieron al “piadoso tormento”, que consistía en amarrarlo en el potro —un artefacto que podía zafar o quebrar los brazos y piernas del enjuiciado, incluso sacarle los ojos—. La tortura duró dos días.

Velasco dijo que trataba de montar a la mula para robársela, y no para mantener relaciones sexuales con ella. Al final, la Audiencia lo liberó y lo mandó a curar, lo cual hace pensar que fue declarado inocente. Después se mandó a buscar al tlaxcalteca que lo acusó, pero nunca lo encontraron. Este caso, el de Pedro y la mula Pastora, ejemplifica la crueldad e incompetencia de la justicia en tiempos de la Colonia.

Justicieros coloniales

El primer gobernador de la actual Guatemala fue el Adelantado, Pedro de Alvarado. Su poder era casi absoluto, tanto que él mismo se encargaba de impartir justicia.

Entre 1542 y 1564 se instituyó la Audiencia de los Confines, la cual tenía jurisdicción desde Chiapas hasta Costa Rica. En 1564 se estableció en definitiva la Audiencia de Guatemala, con la cual la Corona española asumió mayor control económico y político en la región.

Desde entonces, la legislación colonial estuvo dividida en lo que se conoce como “las dos repúblicas”: la de los españoles y la de las castas. Era una rígida estratificación social basada en el color de la piel y en la condición socioeconómica, explica el historiador René Johnston Aguilar. Tanto era así que los peninsulares y los criollos residían en el centro de la ciudad, y las castas, formadas por indígenas, negros, mulatos y pardos, vivían en los barrios aledaños.

La ley y el orden

Una de las principales funciones del Cabildo era mantener la ley y el orden. Para ello existían varias autoridades. Una de ellas era el alcalde ordinario y juez, el cual conocía las causas civiles y criminales que se presentaban en su jurisdicción, hasta por 60 mil maravedíes (El Ayuntamiento Colonial de la Ciudad de Guatemala, de Ernesto Chinchilla).

Estos tenían una sala de audiencias que servía para escuchar quejas, examinar testigos y dictar sentencias. Las decisiones se basaban en las Leyes de Indias, las cuales regían en todas las colonias españolas.

Antes era costumbre que los alcaldes recibieran las denuncias de crímenes en la calle o en su casa. Después, el juez se dirigía al lugar para constatar los hechos.

Si lo ameritaba, el alcalde mandaba a aprehender al acusado, quien era conducido a la cárcel de Cadenas del Cabildo, una prisión ubicada en el Ayuntamiento. A las mujeres se les internaba en la Casa de Recogidas, localizada en la parte sur de la Iglesia de San Pedro, hoy 3a. avenida sur, entre 6a. y 7a. calle oriente.

Cuando se cometía un homicidio o una agresión, se debía certificar la gravedad y el tipo de lesiones. En caso de aparecer un cadáver que no podía ser identificado, se procedía a colocarlo en una banca, justo frente a la puerta de la cárcel del Cabildo, para que quedara a la vista del público y así lograr que alguien lo reconociera.

Existe un caso de 1775, el cual trata del juicio por el asesinato de un indígena cerca de la iglesia y Barrio de San Antón. Al muerto no se le pudo identificar de inmediato y fue puesto frente a la puerta de la cárcel de Cadenas del Cabildo, donde luego lo identificó su hijo. Tres personas en estado de ebriedad fueron las culpables: un platero, un tejedor y un herrero, vecinos del Barrio de San Sebastián. Los acusados se refugiaron en la Iglesia de Santa Lucía y, gracias a que la inmunidad eclesiástica los protegía, nunca pudieron ser juzgados.

Por otra parte, se contaba con milicias urbanas, un cuerpo que se encargaba directamente de velar por la seguridad. Se les conocía como compañías de pardos, porque la mayoría de sus integrantes eran descendientes de africanos.

Al igual que en el centro de Santiago, los barrios de las castas estaban integrados por alcaldes, regidores y alguaciles indígenas, casi siempre descendientes de familias poderosas prehispánicas. Estos estaban vigilados por las autoridades del Ayuntamiento y las eclesiásticas. Tenían la función de gobernar y administrar la justicia de las personas que vivían dentro de su barrio, y solo se les permitía actuar en casos en que estuvieran involucrados indígenas, negros o mulatos, pero no contra los españoles.

Los juicios

Tanto en los juicios para los españoles como para las castas, era primordial el juramento de decir la verdad por Dios y Santa María y hacer la señal de la Cruz.

El juez tomaba las declaraciones de los acusados. En caso de ser de una casta, se le preguntaba por su “calidad”, a lo cual debían responder si se consideraban “indios, mulatos o pardos”.

A todos se hacía comparecer cuantas veces fuera necesario. Los procedimientos judiciales eran tan lentos que incluso tardaban años en resolverse, tiempo en el cual los acusados debían permanecer en la cárcel hasta ser declarados culpables o inocentes. Si el acusado no tenía suficientes recursos para contratar una defensa, el juez le asignaba uno sin costo. Cuando algún acusado no podía hablar castellano se le facilitaban intérpretes, aunque era frecuente que hubiera inexactitud en la traducción.

En casos especiales se podía apelar hasta llegar al Supremo Consejo de Indias, la máxima autoridad que estaba en España como representación del Rey.

Sentencias

Una vez el acusado era encontrado culpable, se le dictaba sentencia. Esta podía ser pecuniaria, a argollas, picota, azotes o azotes con cárcel.

La argolla consistía en exponer al reo a la vergüenza pública, sujeto por el cuello y manos a un poste que lo inmovilizaba por determinado período. La picota era lo mismo, solo que en este caso también se le azotaba.

Cuando la sentencia era a azotes, se colocaba a la persona de espaldas sobre una bestia y se le llevaba a “las esquinas de las calles acostumbradas”, para que ahí fuera azotada por el verdugo. Era una especie de procesión encabezada por un indígena pregonero que gritaba el delito y la condena en cada esquina; a este, por lo regular, lo acompañaban un cabo y cuatro dragones, como se les conocía a los milicianos. “Era un espectáculo que servía para infundir temor”, señala Johnston.
Sin embargo, solo los miembros de las castas podían ser azotados, no así a los españoles o criollos.

En el Archivo General de Centro América se conserva el caso de un pardo a quien se le castigó a dos horas de argollas y el pago de 25 pesos “por haber insultado y agredido al señor juez y alcalde”.

Otro caso en el cual los jueces actuaron de manera drástica sucedió en 1770: un indígena amenazó a otro con un cuchillo y le robó su chamarra y unos jocotes, que después fue a vender a la Plaza Mayor. Fue capturado y sentenciado a 200 azotes y seis años de destierro en la cárcel de Flores, Petén.

Durante la Colonia, además, se sentenciaba con pena de muerte a quien se robara una custodia u otros objetos religiosos, indica Melchor.

“Algunos ejecutados se envolvían en una bolsa de cuero y no se permitía que fueran enterrados, lo cual era terrible”, añade Johnston.

El encierro

De acuerdo con Fuentes y Guzmán, a finales del siglo XVII había en Santiago de Guatemala siete cárceles: la Real Cárcel de Corte, la de Cadenas del Cabildo y cinco más en las plazas de los barrios de San Francisco, Candelaria, Santa Cruz, San Jerónimo y Santiago.

Los reos eran separados por sexo y por nivel social, pues no se mezclaba a un caballero con la plebe o miembros de las castas. Los reos de las castas y españoles pobres eran recluidos en calabozos localizadas en la parte norte del patio del Ayuntamiento; en tanto, a las personas “decentes” se les alojaba en la Sala del Ayuntamiento. Eran como los actuales Preventivo de la zona 18 y la Brigada Mariscal Zavala, según “la categoría de los enjuiciados”.

La delincuencia

En tiempos coloniales, la homosexualidad se consideraba el peor “crimen” que se podía cometer. “Todas las leyes se basaban en la moral católica”, refiere el historiador Melchor.

En tanto, los actos delictivos más comunes eran los hurtos y asaltos con arma blanca —no se registran casos con armas de fuego—. Se robaban dinero, sombreros o chamarras.

En cambio, la mayoría de crímenes eran cometidos en estado de ebriedad. Hubo un caso en que cinco hombres borrachos entraron en una casa localizada frente a la Plazuela de Santo Domingo, con la intención de robar para seguir con la bebida. La señora de la casa los encaró y estos la golpearon y violaron. A cada uno se le condenó a 200 azotes y a dos años de trabajos en la construcción de la Nueva Guatemala.

De hecho, la embriaguez era un grave problema de la sociedad colonial. Se libaba aguardiente, chicha o pulque. Por ello, la Corona dictó leyes y normas para controlar la adicción. En 1752 se recibió una Real Cédula que prohibía la fabricación, venta y consumo de aguardientes. El castigo al que quebrantara la ley variaba, según el color de la piel del infractor. No obstante, la fabricación y venta de bebidas alcohólicas clandestinas continuaron.

En las tabernas legales, en cambio, eran prohibidos los juegos y que la gente conversara o se quedara mucho tiempo en ellas. No se especifican los motivos.

Otro problema de Santiago de Guatemala era que por sus calles deambulaban muchos mendigos, pordioseros, niños de escasos recursos, forasteros, desafortunados y prostitutas. Los jueces calificaban a esa gente de jugadores, ebrios y ladrones incorregibles, a quienes había que aplicarles todo el peso de la ley.

También se documentan acusaciones contra mujeres que vendían su cuerpo a cambio de dinero.. En 1769 se llevó a cabo un juicio contra un albañil mestizo del Barrio San Sebastián que, borracho, hirió a machetazos a su mujer —mulata— porque ella le reclamó haber tenido relaciones con una prostituta. Se le sentenció a dos años de cárcel y 50 azotes.

Por otro lado, en 1775 hay registro de que había toque de queda, aunque se ignora desde cuándo. En las calles, a partir de las 10 de la noche, nadie podía estar fuera de sus casas. Sin embargo, la ley se quebrantaba, pues en residencias particulares se efectuaban fiestas que duraban hasta la madrugada.

A salvo

Los acusados de haber cometido crímenes tenían un método de defensa alterno para protegerse de las autoridades civiles: la inmunidad o asilo eclesiástico. Este era un privilegio o fuero medieval que consistía en que las personas que se refugiaran en los templos y áreas circundantes eran protegidas y quedaban inmunes al alcance de un juicio, aun si una autoridad tuviera pruebas contundentes que los incriminaran. El que sacara a un sospechoso de una iglesia era excomulgado, y solo se les podía capturar si salían de forma voluntaria.

Uno de los casos que sacudieron a la sociedad de ese tiempo fue el de Ignacio Vallejo, alias el Grillo, que casi siempre andaba ebrio, sospechoso de haber violado a varias mujeres y quien ya había sido sentenciado por robo y asesinato. Vivía en las calles de San Sebastián. En 1775 cometió otro homicidio, el cual fue presenciado por varias personas. Al verse acorralado, se refugió en las ruinas de la Iglesia de Santiago, la cual había sido destruida por los terremotos de Santa Marta. Para entonces, el terreno servía para pastar bestias y estaba lleno de basura e inmundicias. Las autoridades lo fueron a sacar del lugar y lo condujeron a la prisión.

La Iglesia consideró ese acto como un sacrilegio. El presbítero Juan de Dios Juarros, canónigo de la Catedral y Vicario General del Arzobispado, protestó enérgicamente, pues consideraba que a Vallejo lo habían enviado a la cárcel cuando gozaba de la “Sagrada Inmunidad”. Además, declaró de sacrílegos y profanadores a todos aquellos que participaron de “tan horrendo abuso”, los amenazó con la excomunión y mandó a poner avisos en todas las iglesias para que los fieles evitaran hablar con los “profanadores” hasta que se “arrepintieran y fueran humillados por su enorme crimen”.

Los alegatos duraron años, pero no se liberó a Vallejo. Se desconoce el resultado de aquello, pues el expediente del caso está incompleto.

Herencia

Las Leyes de Indias siguieron vigentes luego de la firma de la Independencia, en 1821, pues no había otra manera de legislar. El modelo continuó, pero los cambios se iniciaron a partir de la primera Constitución Federal de las Provincias Unidas de Centro América, en 1824.

Asimismo, la influencia de la Iglesia Católica disminuyó en la manera de aplicar la ley con la entrada del gobierno Liberal.
De cierta forma, la justicia guatemalteca actual conserva rasgos coloniales, lamentablemente: aún es lenta, ineficaz y, muchas veces, hasta ridícula.

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