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Guatemala tiene cáncer

Todavía estamos a tiempo.

Hay momentos en la vida personal y colectiva donde no queda más que admitirlo: algo está profundamente mal. No es pesimismo ni crítica vacía. Es simplemente reconocer lo que está frente a nosotros. Mirar la verdad de frente es el primer paso para transformarla. Guatemala está atravesando uno de esos momentos. Y aunque nos incomode, quizás es justo lo que nos toca hacer.

Todavía estamos a tiempo.

Somos un país de mucha gente joven, pero no hemos querido asumir una verdad dura: expulsamos a nuestros jóvenes. En lugar de ofrecerles condiciones para construir su futuro aquí, los empujamos a buscar esperanza lejos, muchas veces arriesgando la vida. Y no solo quienes tienen menos oportunidades. Incluso quienes han estudiado, quienes tienen ciertos recursos, sienten que aquí no se puede soñar.

Y mientras tanto, nos consolamos con indicadores. El PIB más fuerte de Centroamérica, buenos números en lo macroeconómico. Pero la contradicción está en todas partes. Nos estamos quedando sin agua limpia en un país productor de agua. Contaminamos nuestros ríos, sobreexplotamos el manto freático, ese que debería ser la reserva de nuestros hijos y nietos.

Nuestros sistemas educativos están colapsados: la mayoría de estudiantes reprueba materias básicas como matemática y lenguaje, y eso ya lo vemos como algo normal. Las carreteras, los puertos, los hospitales… colapsados también. Sumemos la pobreza que afecta a más de la mitad del país, la desnutrición crónica del 45% de nuestros niños, la contaminación del aire por los vertederos, los bloqueos, las huelgas. Todo se siente tenso, desbordado o al borde.

Y entonces, de forma casi automática, alguien dice: “Estábamos mejor con los gobiernos anteriores, por malos que fueran”.

Pero, como decía Cantinflas: “Estamos mejor… porque antes estábamos bien, pero era mentira. Ahora estamos mal, pero es verdad”.

Estamos inmersos en un proceso. Una transición. Una etapa que incomoda, pero que también puede transformarnos si la atravesamos con inteligencia.

Así como alguien que enfrenta el cáncer necesita quimioterapia, nuestra sociedad necesita atravesar esta etapa difícil, con todos sus efectos secundarios. Nos va a doler. Vamos a llorar. Vamos a sentir que todo se desmorona. Pero es parte de la sanación. Es el precio de sacar lo que nos está matando desde dentro.

También es como la adolescencia. Ese momento confuso en que todo parece ir mal: nos peleamos, nos cerramos, no nos entendemos. Pero al final del túnel emerge algo nuevo: madurez, claridad, identidad. Como sociedad, estamos entrando en esa adolescencia. Y necesitamos vivirla, no negarla.

No podemos pasar de estar mal a estar bien con una varita mágica. No funciona así. Tenemos que vivir el proceso. De frente. Con humildad. Con valentía.

Sí, se nos está cayendo el pelo. Pero es porque estamos en tratamiento. Estamos luchando. Estamos sanando. Y por más incómodo que sea, vale la pena recordar esa frase de Aristóteles: “El verdadero infierno es encontrarte en tu lecho de muerte con la persona que podrías haber sido, pero nunca tuviste el coraje de ser”.

Nosotros todavía estamos a tiempo. Podemos heredar un país donde los indicadores no den vergüenza, donde lo normal no sea el deterioro, sino el avance. Un país donde, como ya empezamos a ver, recibimos reconocimientos como el de Condé Nast, que nos nombró el mejor destino turístico. Pero no solo queremos ser destino para otros. Queremos un país que también sea un buen lugar para vivir, para crecer, para estar bien. Un país con buena calidad de vida, con gente sana, feliz y con las condiciones para soñar.

Soñemos. Pero también actuemos con valentía. Porque, aunque estemos enfermos, todavía estamos a tiempo de sanar.

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