Rincón de Petul
Mi liturgia de diciembre
En casa, la música era lo sagrado.
Esta semana es Nochebuena y, si mis padres aún vivieran, un viejo equipo de sonido estaría llenando su casa con música de Navidad. Pero este no es ya el caso. Mamá se fue en 2021, en la época de la pandemia; no precisamente de covid, aunque algo me hace pensar que sí, un poco, por el covid. Aquel aislamiento —traducido en soledad— terminó siendo para ella sentenciador. Durante un año le faltó ver sol y le faltaron sus sonrisas amigas. Su velita se fue apagando, y así cupo lugar para que su enfermedad crónica se acelerara. Fue estoico papá, quien la sobrevivió tres años más, pero le fueron años de prueba. Ya en ese entonces, lejos quedó su independencia de antes y llegó el momento cuando ambos se llegaron a necesitar: para vivir su cada día; para sentirse seguros en el mundo; para que fiestas, como Navidad, tuvieran su pleno sentido; para ellos y para los que nos quedamos.
Se vienen los días de abrazos y en esta recta final siento la ausencia de mi gente que se adelantó. A mamá, con su alegría y entusiasmo, que tanto manifestaba —como muchas de su generación— a través de la comida. Y a papá, que en estos días de descanso estaría ahí, sentado en su sillón café, con su presencia contemplativa. También estaría poniendo buena cara a la fiesta y a la emoción, aunque siempre dando la impresión de tener algo más profundo en la soledad de su mente. Su mirada solía abstraerse, como buscando al horizonte, como repasando alguna idea, o perdida en esa música que compartía ilusionado y que hoy me viene a hacer falta. La historia se repetía año con año: Desde el primero de noviembre se levantaba de la mesa a medio fiambre a cambiar el disco, preguntando: “¿Les molesta si pongo el primer villancico?”. La orquesta de Ray Conniff era muchas veces la primera de su popurrí.
Ese tiempo pasó y aceptamos que la familia cambió.
Pero en casa, la Navidad no era solo villancicos. Papá tenía una inclinación, que parecía haberle venido con el nacimiento, hacia la música clásica; en diciembre, esa preferencia se convertía en liturgia. Si no fuera escuchando la radio Faro, serían discos acetatos, o los brillantes digitales CD. Lo que nunca varió fueron las obras que llegaron a volverse auténtica parte de nuestro mobiliario. El oratorio navideño de Bach, con cantatas y textos de evangelios apostólicos. Su Magnificat, alabanza a María, en un papel divino materno. Y de Handel, claro, El Mesías. Quien lea estos contenidos sin haber conocido a papá, lo confundiría con un religioso. Nada más alejado de la verdad. En casa, la música era lo sagrado. Ahora, ese tiempo pasó y aceptamos que la familia cambió. Pero esa mezcla de notas, las que venían de las bocinas y las de la cocina, las estoy extrañando un poco más, cada día.
Este año hice una playlist en Spotify, pero la escucho en la soledad. Mis hijos me sorprendieron oyéndola y han bromeado con que me parezco a papá. No sé si lo dijeron por los coros o si de repente me sorprendieron callado, con un pensamiento ido a otra parte. Pues sí, tengo esto adentro y, aunque intenté responderme cuál de los dos era el caso, no lo pude separar. Pues no hay Navidad para mí sin esos coros hechos liturgia. Pero también es que tan solo quiero sentarme un rato con ellos. Y si se pudiera, probar esas comidas otra vez. Pero más, por ver la realización en la sonrisa de mamá cuando nos miraba satisfechos. Darles un abrazo; darnos un regalo. Hoy quise cerrar este escrito con una reflexión más trascendental, pero esta no llegó. Nada más esto que escribo para purgar la realidad de un sentimiento de este mi diciembre, que extraña y añora el día que alguna vez fue.