EL QUINTO PATIO

La huella del hambre

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El ser humano se vive reinventando. Es un ente creativo ante los desafíos impuestos por su entorno, manifiesta un carácter competitivo ante los obstáculos, sabe cómo hacer para resolver problemas y tiene un claro concepto del éxito y el fracaso. En general, se le podría considerar un ser motivado por la búsqueda de la felicidad, como se supone debería ser la ruta de la Humanidad. Pero eso es pura poesía. En la realidad se ha desviado de ese parámetro ideal hacia un egoísmo deshumanizante al extremo de ser grotesco.

En un país como Guatemala, de una riqueza inagotable y bendecido con un clima cuya bondad permite cultivar alimentos durante el año entero, la mitad de su población infantil sufre desnutrición crónica. Es decir, un estado de privación alimenticia que va de una a otra generación, ocasionando un deterioro físico irreversible y evidente.

Por lo general, para esa parte de la sociedad acostumbrada a adquirir alimentos —muchas veces en exceso— en tiendas y supermercados (el segmento catalogado por los mercadólogos como “C completo” es decir: clase media) las características de la desnutrición crónica son casi desconocidas. De vez en cuando y quizá por algún eco noticioso en particular, los medios reproducen declaraciones de expertos, pero estas notas pasan tangencialmente por la mente y se pierden entre una variedad de temas periodísticos de interés diverso.

Quizá al ciudadano promedio el tema le aburra un poco por provenir de informes especializados, muchas veces de la burocracia internacional. Pero dada la extensión del fenómeno sobre tan importante sector de la ciudadanía, vale la pena explorar sus causas y efectos para tener una idea, aunque sea vaga, sobre qué le espera a ese enorme contingente de niñas y niños guatemaltecos.

Primero es necesario entender que la desnutrición es una de las consecuencias de la pobreza extrema. Y dado que un sector importante de la población vive en ese estado, es lógico que sus hijos, al depender de otros para su subsistencia, sean las primeras víctimas de la falta de nutrientes en su desarrollo. A esa carencia se asocian otras, como la falta de higiene y de los cuidados mínimos requeridos por un neonato o un infante en sus primeros años de vida.

Los efectos de la falta de nutrientes repercuten en todo el sistema fisiológico de quien vive en estado de carencia grave. A partir del momento que no recibe suficiente alimento, su sistema digestivo —como todos los demás de su organismo— comienza a fallar en sus funciones y el poco alimento que recibe ya no es procesado en su totalidad, por lo cual a la escasez se suma la incapacidad de aprovechar lo poco que el menor ingiere.

El cerebro en formación depende de manera absoluta de un metabolismo funcional y de la provisión de nutrientes básicos para su desarrollo. Entonces a la pérdida de masa muscular, a la formación ósea incompleta y a la debilidad del sistema inmunológico se añade el peligro de perder capacidades neurológicas cuyo impacto durará todo el resto de la vida.

Aun cuando la desnutrición crónica ha sido documentada por expertos y certificada por organismos nacionales e internacionales, todavía hay quienes prefieren creer en una mala elección de los alimentos por parte de la población más pobre. Con esa justificación muchas veces se pretende ocultar una de las mayores deudas de la sociedad y una de las fallas más resonantes de los sectores en el poder. Esos niños, niñas y adolescentes privados de alimentos en sus primeros años de vida son la base de la pirámide y, por ende, las primeras víctimas del fracaso político y social.

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