Revista D

El legado de los rancheros danzantes que perdura en Las Charcas

Una capilla, algunos eucaliptos y un baile que se ha arraigado en una colonia es lo que queda de la antigua finca Las Charcas.

Hasta 30 bailarines participan en la danza, entre Moros y Cristianos y otros personajes. (Fotos: Coordinación del baile de Moros y Cristianos de la iglesia Las Charcas).

Hasta 30 bailarines participan en la danza, entre Moros y Cristianos y otros personajes. (Fotos: Coordinación del baile de Moros y Cristianos de la iglesia Las Charcas).

En la Parroquia  Espíritu Santo, en Las Charcas, zona 11 capitalina, hay una fuerte devoción por la Virgen de Guadalupe. Cada 12 de diciembre una procesión recorre las calles aledañas al templo, pero antes se desarrollan actividades escénicas de las cuales resalta un baile de Moros y Cristianos
En la segunda mitad del siglo XX, gracias al interés de una devota,  dicha coreografía se afianzó llegando a nuestros días.
La antropóloga Xochitl Castro es investigadora del Centro de Estudios Folklóricos de la Universidad de San Carlos de Guatemala y en sus trabajos destacan los relacionados a las danzas del país. En el 2013 tuvo el primer encuentro con el programa que se lleva a cabo en Las Charcas, como también se le conoce a la iglesia, debido a la finca de nombre homólogo donde está asentada.
“No tenía idea de lo que iba hallar”, indica Castro. La danza de Moros y Cristianos fue el tema inicial que estudió, y al indagar sobre el lugar  descubrió que el pasado de la finca y sus habitantes han sido determinantes para la consolidación del baile, el cual cuenta con características propias.
La profesional recién concluyó su trabajo de campo y en este reportaje adelanta parte de su investigación.
 

Historia

Las Charcas es una colonia residencial que  cuenta con comercios de distinta naturaleza, empresas, centros educativos y religiosos; colinda con territorios de los municipios de Mixco y Villa Nueva.
Acerca del nombre, Castro comenta que en documentos coloniales halló que ya se referían al sitio de esa manera, pues existió una lagunilla estacionaria que se formaba debido a la topografía, y al irse secando originaba pequeñas pozas de agua.
De la propiedad también hay vestigios que  se remontan a la época prehispánica, “ya que se han encontrado evidencias arqueológicas que datan del 2000 a 1800  a. C.  Es a partir de la época colonial que su historia está mejor documentada”, refiere la antropóloga, quien ha cotejado varios documentos en el Archivo General de Centro América. 
En 1568, la Real Audiencia dio unos terrenos a los religiosos de Nuestra Señora de Las Mercedes, quienes los habían solicitado para crear una estancia de ganado, debido a que algunos feligreses les ofrendaban reses y otros animales y, en la ciudad (entonces Santiago de Los Caballeros, hoy La Antigua Guatemala),  carecían de un espacio apropiado para tenerlos.
Se les concedió  una extensión de cuatro caballerías al suroeste del Valle de Las Vacas, un lugar  deshabitado. Además del patrimonio semoviente, se sembró trigo, maíz y legumbres, estas actividades demandaron el trabajo de campesinos quienes comenzaron a asentarse en el sitio.
“Hacía 1778, fue vendida por el presbítero José Solórzano a José Piñol, de origen español y de las familias criollas que posteriormente influyeron en gobiernos y momentos decisivos del país, especialmente durante la era conservadora, es decir, la primera mitad del siglo XIX”, señala la investigadora.
La ciudad se estaba trasladando al Valle de las Vacas y la orden mercedaria, como otras, debía construir su nueva sede, razón por la cual pudo originarse la venta de Las Charcas, que para ese momento era de 14 caballerías, pero en el siglo XIX llegó a tener 22.
En esa centuria la hacienda tuvo varias desmembraciones entre los descendientes de la familia Piñol y el Estado adquirió en 1873 los terrenos que dieron origen a La Reformita, colonia que de acuerdo con la tradición oral, se creó para favorecer a los soldados, que junto con Justo Rufino Barrios participaron en las luchas que intentaron unificar el territorio centroamericano.
En 1873,  Tadeo Piñol efectuó esa venta. Posteriormente, Susana Bayley de Piñol, entonces la propietaria, notó que en 1886 vecinos de El Guarda Viejo habían invadido parte de su tierra, para no desalojarlos solicitó al Gobierno una indemnización de 4 mil pesos, que para la época era una alta suma, pues con 15 se podía adquirir una manzana de terreno.
“El último dueño de Las Charcas, como finca rural, fue el abogado Rafael Piñol y Batres. Es la persona a quien las fuentes que entrevisté aún recuerdan con cierta claridad”, añade la antropóloga. Piñol y Batres dirigía la propiedad cerca de 1935, año en que hace una medición de sus extensiones y un mapa hallado por Castro detalla sus límites para el siglo XX. Al norte colindaba con las colonias Miraflores, Carabanchel y Mariscal, en la zona 11. Al oeste con San Cristóbal y el Río Mariscal. Al este con la ruta que de la capital conducía a Amatitlán, actual calzada Raúl Aguilar Batres. Al sur con las colonias Villalobos y Castañaza.
Piñol y Batres plantó un bosque de eucaliptos, destilaba la hoja y exportaba su aceite esencial, pero en 1958 su negocio cayó porque el mercado internacional halló un sustituto en un derivado del petróleo.
“En 1955 llegó  Óscar Rodríguez como administrador, tiene 86 años y al entrevistarlo verificó el trabajo que se hacía con los árboles, así como otras desmembraciones posteriores que don Rafael hizo en medidas de 1 hasta 5 mil varas.
Eso redujo bastante el terreno original que finalmente en la década de 1960 dividió en cuatro y lo heredó a sus hijos, dejando otra fracción para  sí  y para María Rasquin, su cuarta y última esposa”.
 

La devoción de doña Mary

“Conocer el contexto histórico es determinante para entender el origen de las presentaciones de teatro-danza. Los datos del predio son significativos pero aún más es el papel que tuvo la señora Rasquin de Piñol, o doña Mary, como la llamaban los rancheros (trabajadores) de Las Charcas”, indica Castro.
La familia de Rasquin, oriunda de Bélgica, huyó de la Primera Guerra Mundial y se asentó en Canadá, en la década de 1920. “Quiso estudiar ingeniería, una carrera considerada para hombres en una época en que las mujeres apenas eran admitidas en las universidades. A escondidas comenzó sus estudios en Estados Unidos, donde fue voluntaria en el Ejército. Llegó a Guatemala como investigadora, interesada en las aplicaciones médicas de plantas locales. Fue así que contactó con la familia Piñol”, explica la antropóloga.
Rasquin conoció a Rafael Piñol cuando acababa de enviudar al perder a su tercera esposa en un parto complicado. “Ella lo ayudó a conseguir una nodriza para el bebé y comenzó a apoyarlo en la casa y luego surgió una relación sentimental. Se había formado en una familia católica y encontró fascinación por la devoción a la Virgen de Guadalupe, de cuya advocación halló una pintura en la hacienda,  la cual se dice, es una copia que podría tener dos siglos de existencia, y que estuvo en contacto con el manto original conservado en México”, detalla la investigadora. 
No se sabe con exactitud la fecha en que comenzó la danza, es en la década de 1950 que a la última esposa de Piñol “se le atribuye la revitalización  de los festejos  en la primera iglesia de Las Charcas, conocida como capilla de la Virgen. La señora fue quien organizó a los trabajadores motivándolos a llevar a cabo las prácticas devocionales a la Virgen de Guadalupe, como la procesión, el baile de moros y las loas. Ella fue la patrocinadora de las actividades”, agrega. 
En su testamento, Rafael Piñol dejó el área correspondiente a la casa patronal y la destilería a su esposa, quien estipuló que al fallecer cedería a la Iglesia sus bienes, hoy a cargo de la congregación salesiana. “A la fecha se respeta una cláusula del documento de la señora De Piñol donde se indica que los 30 rancheros, o sea, los trabajadores que había en Las Charcas a mediados del siglo XX, podían seguir viviendo en el lugar hasta el último de sus días. Ese es el caso de una de mis fuentes, el señor Rosalío García”, menciona la antropóloga.
 

Identidad y pertenencia

“Al hablar con los nietos de los primeros danzantes pude determinar que la generación que sostiene el baile de Moros y Cristianos en Las Charcas se siente muy identificada con la danza, con la finca, los antepasados que vivieron en el sitio y con la devoción guadalupana”, dice Castro.
Familias con los apellidos Sian, Guzmán, Boror, Ayapán, Pirir y Chanquín están ligadas con la historia de la danza. Los coordinares hoy son Alejandro Sian Boror (27), Selvin Castillo Reyes (30), Rigoberto Sian Boror (24) y Óscar González (22), quienes cada año trabajan con la Asociación de Devotos de la Virgen de Guadalupe, los organizadores de procesión, las loas y del convite.
La actual es la cuarta generación de descendientes de rancheros y se prepara desde agosto, ensayando tres veces por semana durante las noches. Unos 30 bailarines son los que integran la danza principal, seguida de otro grupo similar en cantidad que actúa con fines más lúdicos o bufos, pero lo hace disfrazado de Monos o Viejos (ancianos). “Los que se inician adquieren práctica en alguno de los segundos conjuntos, pues las interpretaciones de la primera danza demandan actuar, bailar y memorizar textos extensos de corte medieval”, indica la antropóloga.
El 12 de diciembre los festejos comienzan con el teatro-danza, seguido los grupos amateur. Esto tiene lugar por lo general en el patio del templo y pueden durar hasta cuatro horas. Después de la danza de Moros y Cristianos sale el cortejo procesional.
 

Peculiaridades

Por devoción, indica Castro, los danzantes no alquilan trajes, pues es parte del aprecio por la Virgen confeccionarlos. Estos se caracterizan porque no tienen los elementos que se ven en otros de su tipo. Los cristianos no visten elaborados ornamentos y llevan una capa con la imagen de la Virgen María, en su advocación guadalupana.
La indumentaria de los moros es roja y el color que predomina entre los cristianos es turquesa, aunque en algunos años lo han variado, pero está compuesto de pantalón de vestir y camisa de manga larga.
Sobre la tela se pegan trozos de papel esmaltado, recortados con formas geométricas, cruces, flores o estrellas. Con ese material o cartón también fabrican cinturones y coronas con cruces y medialunas.  Pañuelos, espadas (machetes sin filo) y pelucas completan el vestuario. El promedio de cada traje es de Q750.
Algunas de las máscaras originales se siguen usando, varias han sido sustituidas por fibra de vidrio para preservar las talladas en madera y datan del siglo pasado.

ESCRITO POR: