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¿Son las redes sociales una amenaza para la democracia? 

En 1962, un politólogo británico, Bernard Crick, publicó "<em>En defensa de la política"</em>. Argumentaba que el arte del debate político, lejos de ser mezquino, deja que personas de distintas creencias convivan en una sociedad pacífica y en progreso.

En una democracia liberal, escribió, nadie obtiene exactamente lo que desea, pero todos tienen en gran medida la libertad de llevar la vida que escojan. No obstante, sin información decente, civilidad y conciliación, las sociedades resuelven sus diferencias recurriendo a la coerción. Cómo se habría desencantado Crick por la falsedad y el partidismo desplegados en las audiencias del comité del senado de Estados Unidos el pasado noviembre, en Washington.

Hace no mucho las redes sociales prometieron una política más iluminada, ya que la información precisa y la comunicación sin esfuerzo ayudarían a las personas buenas a deshacerse de la corrupción, la intolerancia y las mentiras. Ahora, sin embargo, Facebook ha reconocido que antes y después de las elecciones celebradas en Estados Unidos en el 2016, entre enero del 2015 y agosto del 2017, 146 millones de usuarios pudieron haber visto información falsa rusa en su plataforma. YouTube, de Google, admitió que hubo mil 108 videos vinculados con los rusos, y Twitter, 36 mil 746 cuentas.

Así que, lejos de iluminarnos, las redes sociales han estado propagando veneno.

Las provocaciones rusas son solo el comienzo. De Sudáfrica a España, la política se está poniendo fea. Parte del motivo es que, divulgando mentiras y odio, echando a perder el juicio de los electores y agravando el partidismo, las redes sociales erosionan las condiciones para el debate que Crick pensaba que promueve la libertad.

37% de los estadounidenses confía en lo que ve en redes sociales.

Más que causar divisiones, el uso de las redes sociales las amplifican. La crisis financiera de 2007-2008 atizó el enojo popular en contra de una élite pudiente que había dejado atrás a todos los demás. Las guerras culturales han dividido a los electores por identidad más que por clase. Tampoco es que las redes sociales estén solas en su poder polarizador: ahí están la televisión por cable y los programas de opinión en la radio. Mientras que medios como  Fox News es algo conocido, las plataformas sociales son nuevas y aún no muy bien entendidas. Por la manera en que funcionan, además, ejercen una influencia extraordinaria.

Ganan dinero poniendo fotos, publicaciones personales, reportajes y anuncios frente a tus ojos. Puesto que pueden medir cómo reaccionas, saben exactamente cómo meterse hasta tu médula. Recolectan datos sobre ti para tener algoritmos con los que determinan qué va a captar tu mirada, en una “economía de la atención” que nos mantiene revisando, dando clics y compartiendo, una y otra vez. Cualquiera que se proponga moldear una opinión puede producir decenas de anuncios, analizarlos y ver cuál es más difícil de resistir. El resultado es convincente: un estudio encontró que los usuarios en los países ricos revisan sus teléfonos dos mil 600 veces al día.

Sería maravilloso que ese sistema ayudara a que la sabiduría y la verdad emergieran. A pesar de lo que dijo Keats, la verdad no es belleza, sino trabajo arduo, en especial cuando no estás de acuerdo con ella. Cualquiera que haya echado un vistazo por Facebook sabe que, en lugar de impartir sabiduría, el sistema entrega material compulsivo que tiende a reforzar los sesgos de las personas.

Esto agrava la política de desprecio que se instaló, por lo menos en Estados Unidos, en la década de 1990. Dado que los distintos bandos ven distintos hechos, no comparten un sesgo empírico que les permita alcanzar un acuerdo mutuo. Como cada bando escucha, una y otra vez, que el otro no es bueno para nada sino para mentir, actuar de mala fe y calumniar, el sistema tiene aún menos espacio para la empatía. Puesto que las personas son absorbidas por una vorágine de trivialidades, escándalos y enojo, pierden de vista lo que es importante para la sociedad que comparten. Esto tiende a desacreditar los acuerdos y las sutilezas de la democracia liberal y a impulsar a los políticos que alimentan las conspiraciones y el nativismo.

Consideremos las indagaciones sobre el hackeo ruso a las elecciones llevadas a cabo por el congreso y el fiscal especial Robert Mueller, quien recientemente emitió sus primeras acusaciones. Después de que Rusia atacó a Estados Unidos, los estadounidenses terminaron atacándose unos a otros. Como los creadores de la Constitución querían mantener a raya a los tiranos y las muchedumbres, las redes sociales exacerban el estancamiento en Washington. En Hungría y Polonia, donde no hay esas constricciones, ayudan a sostener un estilo de democracia no liberal y en la que el ganador se queda con todo. En Birmania, donde Facebook es la principal fuente de noticias para muchos, ha hecho más profundo el odio a los rohinyás, víctimas de una depuración étnica.

¿Qué debe hacerse? La gente se adaptará, como siempre lo hace. Una encuesta realizada en noviembre pasado encontró que solo el 37 por ciento de los estadounidenses confían en lo que ven en redes sociales, la mitad de lo que confían en las revistas y periódicos impresos. Sin embargo, en el tiempo que lleva adaptarse, los malos gobiernos con malas políticas pueden hacer mucho daño.

146 millones de usuarios de Facebook pudieron haber visto información falsa rusa en su plataforma.

La sociedad ha creado herramientas, como las leyes de propiedad y las demandas por difamación, para controlar a los medios antiguos. Algunos piden que las empresas de redes sociales, al igual que la prensa, estén sometidas a una rendición de cuentas por lo que aparece en sus plataformas, que sean más transparentes y se les trate como monopolios que necesitan deshacerse.

Todas estas ideas tienen méritos, pero también desventajas. Cuando Facebook selecciona material para que grupos independientes revisen los hechos, se mezcla la evidencia de que modera el comportamiento. Además, la política no es como otros tipos de discurso: es peligroso pedir a un puñado de grandes empresas que consideren qué es lo saludable para la sociedad.

El Congreso quiere que haya transparencia respecto de quién paga los anuncios políticos, pero gran parte de la influencia maligna proviene de gente que comparte descuidadamente publicaciones con noticias muy poco creíbles.

Separar a los gigantes de las redes sociales podría tener sentido en términos antimonopolio, pero no ayudaría al discurso político. De hecho, multiplicar la cantidad de plataformas podría hacer que la industria fuera más difícil de manejar.

Hay otros remedios. Las empresas de redes sociales deberían configurar sus sitios para aclarar si una publicación proviene de un amigo o una fuente confiable. Podrían acompañar las publicaciones compartidas con recordatorios sobre el daño que causa la desinformación. A menudo se usan robots que expanden los mensajes políticos. Twitter podría bloquear a los peores o al menos marcar que son robots.

Tendría más fuerza que adaptaran sus algoritmos para que los títulos carnada aparecieran hasta abajo. Puesto que estos cambios van en contra de un modelo de negocio diseñado para monopolizar la atención, quizá tendrían que ser impuestos por una ley o un regulador.

Se está abusando de las redes sociales. Sin embargo, con la suficiente voluntad la sociedad puede controlarlas y revivir ese sueño temprano de que sean iluminadoras. Los riesgos para la democracia liberal no podrían ser más altos.

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