Deporte Nacional

Cheili González, la karateca del “yo puedo” que sueña con Tokio 2020

Karate significa, literalmente, el "camino de la mano vacía", pero para la guatemalteca Cheili González es difícil resumir esta forma de vida que la ha adoctrinado en la filosofía del "yo puedo", esa misma que la ha consagrado como una atleta mundial que ya piensa en el estreno olímpico en Tokio 2020.

La karateca guatemalteca Cheili González en su dojo durante una entrevista. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca PL)

La karateca guatemalteca Cheili González en su dojo durante una entrevista. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca PL)

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Cuando era solo una niña, Cheili veía en la tele películas chinas con un montón de golpes que llamaban poderosamente su atención. Lo relacionaba con el karate, aunque este viene de Japón -“pero eso uno de chiquito no lo sabe”-, y esa curiosidad por algo que le gustaba pero que no entendía era su auténtica ilusión.

Cuando era solo una niña, Cheili veía en la tele películas chinas con un montón de golpes que llamaban poderosamente su atención. Lo relacionaba con el karate, aunque este viene de Japón -“pero eso uno de chiquito no lo sabe”-, y esa curiosidad por algo que le gustaba pero que no entendía era su auténtica ilusión.

Tanto era así que con solo 11 años empezó a practicar con unos voluntarios japoneses. Fue su iniciación y a partir de ahí, según ella misma cuenta en una entrevista con Efe sentada sobre un tatami azul y rosa, fue un no parar en el mundo de la competición.

En 1996, cuando era una adolescente, logró su primera medalla: plata en los Panamericanos juveniles.

Más de 10 años después, esta experimentada atleta que compite actualmente en la categoría de -50 kilos de kumite no ha perdido la humildad ni esa sonrisa franca que tanto la caracterizan, a pesar de que en su haber cuenta con más de una decena de títulos nacionales e internacionales, como el subcampeonato mundial en Monterrey, México, en el 2004, y el oro en los Juegos Panamericanos de Río de Janeiro en 2007.

Algunos de ellos, junto con fotos de sus maestros, penden de la pared de su pequeña escuela “Ken Sei Kai” -“hombres de lealtad”-, un “dojo” en el que ella misma se entrena y donde enseña karate a niños y no tan niños: es un deporte que no entiende ni de edad ni de género, es un “lema de vida”.

Constancia, disciplina, esfuerzo o respeto son algunos de los valores que Cheili ha aprendido de este deporte y que recuerda haber percibido en aquellas películas que veía de niña: “El no bajar la guardia, buscar un objetivo o un sueño” eran méritos que vislumbraba en aquellos golpes que dos desconocidos se daban en la pequeña pantalla y que ahora transmite a los suyos.

“Sensei”, repiten una y otra vez los niños mientras van entrando a su clase acompañando su saludo con una inclinación (ritsu-rei). Dejan sus cosas en una esquina y hacen filas, de mayor a menor grado. Su marido y también su entrenador, Douglas Debroy -del que ha aprendido a separar lo profesional de lo personal-, empieza la clase.

Mientras, Cheili, que no levanta el ojo del dojo para comprobar el avance de sus alumnos, cuenta que su estilo de karate, Shito-Ryu, uno de los cuatro que existen, es distinto a todos. Se aprecia bien en las “katas”. En su modalidad no sabe ni cuántas hay, ella conoce 15 que reproduce con precisión, técnica y ritmo.

“Siempre flexionado”, le dice a uno de sus alumnos. Acto seguido, esta mujer, Tercer Dan Cinta Negra, se da la vuelta y asegura que el karate también ha evolucionado con el paso del tiempo: ahora tiene “más movilidad” y se premia “más la condición física”, eso sí, sin olvidar la táctica.

La deportista, junto con su entrenador y todo su equipo, cien por cien guatemalteco -“un orgullo que demuestra que podemos hacer bien las cosas”-, prepara los fogueos para tener una plaza en los Juegos de Tokio, en los que el kárate debutará como deporte olímpico.

“Me siento bastante bien. Sabemos que vamos por buen camino”, admite sonriente, aunque reconoce que hay un “nivel bastante fuerte” y cita, entre las rivales a batir dentro de su categoría, a las karatecas de Venezuela, Chile, República Dominicana, México, Chile o Estados Unidos: “La verdad es que son todas”.

Su objetivo en la vida, además de clasificarse para los Juegos Olímpicos -difícil pero no imposible, y menos después de entrenar casi siete horas todos los días-, es “seguir dejando un legado”, no solo en la competencia, sino en el mundo, pues considera el karate un refuerzo casi imprescindible para aprender de la vida.

Su hijo, de poco más de un año, ya apunta maneras: “Da patadas y se estira. Tiene un carácter medio fuerte”. Cree que es una señal, aunque es pronto, pero de lo que está segura es de que practicará kárate: “Será uno de los que se suba al tatami”.

Y es que en el dojo de los “hombres de lealtad”, Cheili, su marido y todos sus alumnos viven una misma pasión: “Desayunamos, almorzamos y cenamos kárate”. ¿Y la digestión?: “Se hace en el camino”, afirma entre risas. En una pizarra, las palabras “constancia, esfuerzo y disciplina” les recuerdan el objetivo.