PERSISTENCIA
Borges, el inmoralista
Borges, como Nietzsche, podría llamarse “el inmoralista”. En su obra no se cansa de renegar y atacar aquella literatura que persigue algún fin moralizante o didáctico. Según él, la obra literaria no debe hacer concesión alguna a una doctrina, ni estar al servicio de creencias políticas, religiosas o de otra índole. Se rebela, así, en contra de aquellos escritores que someten su creación a los dictados de una fe. Afirma que las fantasías del escritor no deben ir más allá de cualquier fin que no sea lo estético. Observa que “son mejores aquellas fantasías puras que no buscan justificación o moralidad y que parecen no tener otro fondo que un oscuro terror”. La idea de que somos peones movidos por una mano cuyo propósito ignoramos está relacionada con la de que somos apenas los sueños de un misterioso soñador que estaría más allá del bien y del mal.
Para él, el arte literario no ha de tener un mensaje específico fuera del arte en sí mismo. Aborrece la literatura comprometida o moralizante, cuyo fin es mejorar la humanidad y salvar al hombre y a la mujer de su desamparo. La creación no ha de estar supeditada a los dictados y creencias. No cree que a través de la literatura se ha de enseñar al humano a hacer el bien y evitar el mal; rechaza cualquier compromiso que conduce al escritor sobre determinados temas que apuntan a inalcanzables utopías.
El propósito del arte literario es buscar la originalidad y el asombro. Para Borges la verdad racional tiene el inconveniente de no existir como valor absoluto. Lo importante está en el ejercicio como un fin en sí mismo, no como un medio. Encontrar nuevas relaciones entre las cosas es una de las definiciones de la inteligencia. Borges es un maestro en este arte. Para ejercitarlo parte de cualquier punto: una cita literaria, un suceso histórico, una leyenda. Tales pretextos le sirven para pensar. “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, es abstraer”, dice en Funes el memorioso. Sus razonamientos son impecables. También pueden ser despiadados. Por eso confiesa que ha escrito páginas atroces. Si a ello se agrega que para Borges la literatura es producto del sueño, estando este más allá del bien y del mal por ser producto del mundo inconsciente, no cabe la menor duda del carácter no moral (amoral o inmoral) de su creación literaria. A través de los sueños, como a través de la literatura, se llega al vértigo y al asombro. Y vértigo y asombro van de la mano de lo estético, no de lo ético.
El deleite está en agotar las diversas interpretaciones de un acontecer, relatar los diversos rumbos que puede tomar o ha tomado una leyenda: analizar los diversos razonamientos de una doctrina filosófica. En Tres perversiones de Judas, por ejemplo, enumera las interpretaciones que puede tener la leyenda de Judas. En El inmortal nos encontramos con las diferentes identidades de un Homero tan antiguo como universal: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”. Lo que exige la literatura es “el hallazgo de variaciones que constituyan al mismo tiempo un halago y una sorpresa”, afirma Borges en Las Kenningar. Asimismo: “no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos” (La flor de Coleridge). En estos infinitos encuentra Borges su añorada estética. No es propio de Borges que pida a la poesía, en primer término, la verdad, que no la belleza; ponemos en duda la sinceridad de su verso en donde añora no la persistente “hermosura”, sino la “certeza espiritual”, porque en sus narraciones tiende a confundir la realidad con la fantasía y da más importancia al sueño que a la vigilia.
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