Sra. B: El objeto de la química es obtener conocimientos sobre la naturaleza íntima de los cuerpos y de su acción mutua en cada uno. Encontrarás, Carolina, que no se trata de una ciencia obtusa o confinada, que comprende todo lo material dentro de nuestra esfera.
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Jane Marcet, la mujer que hizo que el influyente científico Michael Faraday se enamorara de la ciencia
A principios del siglo XIX, una institutriz y su estudiante estaban hablando de química.
Jane Marcet fue pionera en el campo de la divulgación científica por su afán de abrirle las puertas de ese ámbito a personas externas a él. SCIENCE PHOTO LIBRARY
Carolina (su entusiasta alumna adolescente): Por el contrario, debe ser inagotable; y no puedo concebir cómo se puede lograr un dominio en una ciencia cuyos objetos son tan numerosos.
Sra. B: Si cada sustancia individual estuviera formada por diferentes materiales, el estudio de la química sería interminable, pero debes observar que los diversos cuerpos en la naturaleza están compuestos de ciertos principios elementales, que no son muy numerosos.
Carolina: S, sé que todos los cuerpos están compuestos de fuego, aire, tierra y agua. Aprendí eso hace muchos años.
Sra. B: Pero ahora debes tratar de olvidarlo.
La institutriz, la Sra. B, tenía razón.
Para esa época ya se sabía que los elementos químicos no eran los cuatro de los antiguos griegos sino muchos más.
Este diálogo educativo aparece en un libro publicado en 1806.
Y si te sorprende que unas damas contemporáneas de Jane Austen estuvieran discutiendo temas científicos de peso, este libro —llamado “Conversaciones sobre Química”— fue uno de los primeros en desafiar la idea preconcebida de que la filosofía natural era exclusivamente asunto de hombres.
Aun así, el libro impresionó a un joven, un aprendiz en un taller de encuadernadores de Londres, al que llegó para ser encuadernado. Lo leyó y quedó en trance. Quizás, pensó, la química es más interesante que encuadernar libros.
Ese joven era Michael Faraday quien, cuatro décadas más tarde, llegaría a ser el científico más famoso de la era victoriana.
Él nunca olvidó el efecto que “Conversaciones sobre Química” tuvo en él. En 1846, cuando era director de la renombrada Royal Institution de Londres y sus conferencias eran famosas por doquier, le escribió a la autora del libro para invitarla a asistir. Le escribió:
“No le envío un boleto porque quiero que entienda que con solo mencionar su nombre, usted y un amigo siempre podrán entrar. Ya di la orden”.
La autora del libro era una mujer que no contaba con entrenamiento científico formal, pero que entendía los principios tan bien como cualquier otro en su tiempo. Su nombre era Jane Marcet.
El forastero
Tanto Faraday y Marcet eran forasteros en el mundo de la ciencia.
Michael Faraday era el hijo de un herrero quien, debido a problemas de salud, a duras penas podía mantener a su familia. De manera que a la edad de 13 años, en 1804, Faraday tuvo que abandonar la escuela y empezar a contribuir con dinero para la familia.
Fue por eso que estuvo de aprendiz en el taller de encuadernado donde, según dijo después, recibió su educación.
En aquellos días, los libros se compraban sin portadas y si los dueños podían darse el lujo los mandaban a encuadernar. Así que todo tipo de volúmenes llegaban y en las noches Faraday podía leerlos.
Los dos que más lo marcaron fueron la Enciclopedia Británica y el de la señora Marcet.
Faraday diría después —aunque es difícil creerle— que no era alguien de pensamientos muy profundos, y que podía creer tan fácilmente en “Las mil y una noches” como en la Enciclopedia. Pero que había sido el libro de la señora Marcet el que le había mostrado cómo saber qué era verdad y qué no.
Cuando le preguntaron sobre la influencia de la autora después de su muerte, escribió que con el libro de la señora Marcet…
“… sentí que había conseguido un ancla en el conocimiento químico y me aferré a él.
“De ahí mi profunda veneración por la señora Marcet; primero como alguien que me confirió un gran bien personal y un gran placer; y luego como alguien capaz de transmitir las verdades y los principios de esos campos ilimitados de conocimiento que conciernen a las cosas naturales a una mente joven, no instruida e inquisitiva“.
La forastera
¿Quién era esta mujer que había logrado que la química tomara tanta vida que el joven Faraday se gastaba sus escasos salarios en ingredientes para replicar sus recetas químicas?
Jane Marcet era, como Faraday, una londinense.
El afrancesado apellido era el de su esposo Alexander, un doctor nacido en Suiza que se casó con ella en 1799, cuando Jane tenía 30 años.
Alexander estaba bien conectado: conocía al famoso doctor Edward Jenner, el que introdujo la vacuna contra la viruela, así como al químico Humphry Davy, cuyas conferencias en la Royal Institution eran eventos imperdibles en los círculos de moda de la capital.
Davy era un showman y una estrella, y él lo sabía. Sus charlas eran espectáculos públicos: demostraba el modelo de un volcán en explosión, o llenaba el salón de conferencias con humo, o hacía que los miembros de la audiencia hicieran el ridículo con el gas de la risa.
Jane fue a ver a Davy no solo para entretenerse y dejarse engañar por el químico, sino para aprender. Luego comenzó a realizar experimentos en casa, guiada por el conocimiento científico de su esposo.
Finalmente, decidió compartir su entusiasmo escribiendo un libro sobre el tema para presentárselo a los lectores jóvenes, especialmente las niñas.
Lo que lo diferenció —y la razón de su éxito— fue la entretenida manera en la que Marcet explicaba la química, a través de una conversación entre la Sra. B y sus dos alumnas, Carolina y Emilia.
Mientras que Emilia es un poco petulante y sabelotodo, Carolina es enérgica e impetuosa, incluso un poco descarada.
A diferencia de los libros de texto de la época, este no era seco, pero de ninguna manera sacrificaba el rigor intelectual.
Es por eso que se puede decir que Marcet lanzó la idea de la ciencia popular.
Para 1853 se habían vendido 20.000 copias de su libro en Inglaterra y probablemente más de 100.000 en Estados Unidos, aunque es difícil saberlo pues su nombre no siempre estaba incluido en las versiones editadas.
Al otro lado del Atlántico, sus lectores influyentes incluían a Thomas Jefferson, quien una vez le dijo a un estudiante que le preguntó cómo aprender química que leyera el libro de la señora Marcet.
Animada por su éxito, Marcet escribió más de 30 libros más en el curso de cinco décadas, sobre temas que iban de la física a la gramática, pasando por economía política.
Cerrando el círculo
El libro de Marcet no fue el único que le cambió la vida de Faraday. El otro fue uno que él mismo hizo.
Tras ser inspirado para estudiar ciencias por Marcet, a Faraday le dieron un boleto para ir, como quien lo inspiró, a ver a Humphry Davy hablar sobre química en la Royal Institution.
Durante una serie de conferencias de Davy en 1812, el joven Faraday tomó notas detalladas. Luego regresó al taller donde trabajaba, las escribió cuidadosamente y las ató bellamente, y se las envió audazmente a Davy.
Así no contara con una educación formal en ciencia, Faraday estaba decidido a encontrar la forma de estudiarla. Pensó que su libro podría abrirle las puertas.
Y lo hizo. Davy le respondió expresando su beneplácito en la forma indirecta de esa época:
“Estoy muy lejos de disgustarme con la prueba que me ha dado de su confianza y que muestra gran celo, poder de memoria y atención”.
Davy invitó a Faraday a encontrarse con él en la Royal Institution, y lo contrató como asistente. Pero obtuvo bastante más de lo que esperaba, porque Faraday, aunque modesto, era tan brillante que su mentor y maestro comenzó a sentirse amenazado.
Davy siguió tratando a Faraday como un sirviente, incluso cuando su protegido estaba haciendo importantes descubrimientos en electricidad y magnetismo y ganándose el respeto de los científicos de toda Europa.
En 1825, Faraday fue nombrado Director del Laboratorio de la Royal Institution, y él mismo comenzó a dar conferencias. Eran tan populares como lo había sido las de Davy, estableciendo firmemente a esa organización de educación e investigación científica como el lugar a donde ir para enterarse de lo último en ciencia.
Faraday se había convertido en un famoso divulgador como su inspiración Jane Marcet.
Nunca olvidó que “Conversaciones sobre Química” le había demostrado cuán profundo podía ser el impacto de la popularización de la ciencia en los jóvenes.
En 1825 Faraday organizó las primeras conferencias de Navidad para niños, un legado que sigue vivo.
Durante su vida, dio muchas de ellas él mismo; así como lo han hecho a lo largo de los años otras luminarias científicas, más recientemente personajes como David Attenborough, Carl Sagan y Richard Dawkins.
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