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Cómo el mundo ignoró la propagación silenciosa de la COVID-19

Camilla Rothe estaba a punto de salir a cenar cuando el laboratorio del gobierno la llamó para darle la sorprendente noticia de que la prueba que había solicitado resultó positiva.

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El concurrido mercado de flores de Columbia Road en Londres, el 15 de marzo de 2020. (Andrew Testa/The New York Times)

El concurrido mercado de flores de Columbia Road en Londres, el 15 de marzo de 2020. (Andrew Testa/The New York Times)

Era el 27 de enero. Acababa de descubrir el primer caso del nuevo coronavirus en Alemania.

Sin embargo, el diagnóstico no tenía sentido. Su paciente, un empresario de una compañía cercana de autopartes, solo pudo haberse infectado a través de una persona: una colega que estaba de visita desde China. Nadie pensó que esa colega pudiese tener el virus.

La visitante había parecido perfectamente sana durante su estancia en Alemania. No tosió ni estornudó ni mostró señales de fatiga ni fiebre durante dos días de largas reuniones. Les dijo a sus colegas que había comenzado a sentirse enferma después de su vuelo de regreso a China. Días más tarde, dio positivo a la prueba de coronavirus.

En ese momento, los científicos creían que solo las personas con síntomas podían propagar el coronavirus.

“Las personas que saben mucho más acerca del coronavirus que yo estaban absolutamente seguras”, recordó Rothe, especialista en enfermedades infecciosas del Hospital de la Universidad de Múnich.

Sin embargo, si los expertos se equivocaban —si el virus podía propagarse mediante enfermos aparentemente sanos que aún no habían desarrollado síntomas— las ramificaciones eran posiblemente catastróficas. Las campañas públicas de concientización, los filtros en los aeropuertos y las políticas de confinamiento en caso de enfermedad quizá no lo detendrían. Tal vez se requerirían medidas más agresivas: ordenarle a las personas sanas que usen cubrebocas, por ejemplo, o restringir los viajes internacionales.

Rothe y sus colegas fueron algunos de los primeros en advertírselo al mundo. Sin embargo, aunque se acumulaban las pruebas de otros científicos, los principales funcionarios de salud expresaron con una seguridad inquebrantable que la propagación asintomática no era importante.

Michael Hoelscher, director del Departamento de Enfermedades Infecciosas y Medicina Tropical del Hospital de la Universidad de Múnich en Alemania, el 15 de junio de 2020. (Laetitia Vancon/The New York Times)

En los días y semanas siguientes, los políticos, funcionarios de salud pública y académicos rivales menospreciaron o ignoraron al equipo de Múnich. Algunos se esforzaron de manera activa para socavar las advertencias en un momento crucial, mientras la enfermedad se propagaba sin dar señales.

Entrevistas con médicos y funcionarios de salud pública en más de una decena de países muestran que durante dos meses cruciales —y ante las pruebas genéticas cada vez más numerosas— los funcionarios de salud y los líderes políticos occidentales restaron importancia o negaron el riesgo de la propagación asintomática. Las principales agencias en materia de salud, incluyendo la Organización Mundial de la Salud y el Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades, proporcionaron consejos contradictorios y a menudo confusos. Un diálogo crucial de salud pública se convirtió en un debate semántico acerca de cómo llamar a las personas infectadas sin síntomas evidentes.

El retraso de dos meses fue producto de suposiciones científicas defectuosas, rivalidades académicas y, quizá lo más importante, una reticencia a aceptar que contener el virus requeriría medidas drásticas. La resistencia a las pruebas emergentes fue parte de la respuesta lenta del mundo al virus.

Es imposible calcular el número de víctimas que causó ese retraso, pero los modelos sugieren que las acciones tempranas y agresivas quizá habrían salvado decenas de miles de vidas.

Ahora se acepta de manera generalizada que las personas al parecer sanas pueden propagar el virus, aunque sigue siendo incierto a qué nivel han contribuido a la pandemia. Aunque varían los cálculos, los modelos que usan datos de Hong Kong, Singapur y China sugieren que del 30 al 60 por ciento de la propagación ocurre cuando las personas no muestran síntomas.

Incluso ahora, con más de nueve millones de casos en todo el mundo y un número de muertes que se acerca a las 500.000, la COVID-19 sigue siendo un acertijo sin respuesta. No obstante, está claro que varios países han errado en su respuesta, subestimado el virus e ignorado sus propios planes de emergencia.

También es dolorosamente claro que el tiempo era un elemento esencial para frenar el virus, y que se malgastó demasiado.

La noche de la primera prueba positiva de Alemania, Rothe redactó un correo electrónico dirigido a una decena de médicos y funcionarios de salud pública.

“Las infecciones de hecho pueden transmitirse durante el periodo de incubación”, escribió.

Tres empleados más de Webasto, la compañía de autopartes, dieron positivo el día siguiente. Sus síntomas eran tan leves que, normalmente, es probable que ninguno hubiera sido señalado para hacerse la prueba ni hubieran pensado en quedarse en casa.

Rothe decidió que debía sonar la alarma. Su jefe, Michael Hoelscher, envió un correo electrónico a The New England Journal of Medicine. “Creemos que esta observación es de suma importancia”, escribió.

Los editores respondieron de inmediato. ¿Cuán pronto podrían ver el artículo?

La mañana siguiente, el 30 de enero, funcionarios de salud entrevistaron a la empresaria china por teléfono. Hospitalizada en Shanghái, explicó que había empezado a sentirse enferma en el vuelo de regreso a casa. En retrospectiva, quizá había tenido dolores o fatiga leves, pero los había atribuido a un largo día de viajes.

Cuando los funcionarios de salud describieron la llamada, Rothe y Hoelscher rápidamente terminaron y enviaron su artículo. Rothe no le habló a la paciente, pero dijo que recurrió al resumen de la autoridad sanitaria.

En cuestión de horas, se publicó en línea.

Sin embargo, lo que no sabían los autores era que, en un suburbio a veinte minutos de distancia, otro grupo de médicos también se había apresurado a publicar un informe. Ninguno sabía en qué estaba trabajando el otro, una diferencia aparentemente pequeña que tendría implicaciones globales.

Divisiones académicas

El segundo grupo estaba conformado por funcionarios de la autoridad sanitaria bávara y la agencia nacional de salud de Alemania, conocida como Instituto Robert Koch. Su equipo, dirigido por la epidemióloga bávara Merle Böhmer, envió un artículo a The Lancet, otra revista médica de primera. Sin embargo, el grupo hospitalario de Múnich los había superado por tres horas.

Böhmer dijo que el artículo de su equipo, que como resultado no fue publicado, había llegado a conclusiones similares, pero las redactaron de manera ligeramente distinta. Rothe había escrito que los pacientes parecían ser contagiosos antes del inicio de cualquier síntoma. El equipo del gobierno había escrito que los pacientes parecían ser contagiosos antes del inicio de todos los síntomas, en un momento en que los síntomas eran tan leves que la gente quizá ni siquiera los reconocía.

Después de dos largas llamadas telefónicas con la mujer, los médicos del Instituto Robert Koch estaban convencidos de que simplemente no había podido reconocer sus síntomas. Escribieron al editor de The New England Journal of Medicine para poner en duda los hallazgos de Rothe.

La revista no publicó la carta. Sin embargo, ese no sería el fin de la historia.

Ese fin de semana, Andreas Zapf, dirigente de la autoridad sanitaria bávara, llamó a Hoelscher, de la clínica de Múnich. “Mira, la gente de Berlín está muy enojada por tu publicación”, dijo Zapf, según Hoelscher.

Sugirió cambiar la redacción del informe de Rothe y reemplazar su nombre con el de los miembros del grupo de trabajo del gobierno, comentó Hoelscher. No obstante, él se rehusó.

La agencia sanitaria no quiso hablar de la llamada telefónica.

Hasta entonces, dijo Hoelscher, su informe había parecido directo. Ahora era claro: “Políticamente, este era un gran problema”.

El lunes 3 de febrero, la revista Science publicó un artículo en el que describió el informe de Rothe como “defectuoso”. Science informó que el Instituto Robert Koch le había escrito al New England Journal para rebatir sus hallazgos y corregir un error.

El Instituto Robert Koch rechazó varias solicitudes de entrevista a lo largo de varias semanas y no respondió a las preguntas escritas.

El informe de Rothe rápidamente se convirtió en símbolo de las investigaciones apresuradas. Los científicos dijeron que debió haber hablado con la paciente china antes de publicar el artículo y que la omisión había socavado el trabajo de su equipo.

Si el artículo de Rothe implicaba que los gobiernos quizá debían tomar más medidas en contra de la COVID-19, la reacción negativa del Instituto Robert Koch era una defensa implícita del pensamiento convencional.

Inmediatamente después del informe de Rothe, la OMS señaló que los pacientes podrían transmitir el virus antes de mostrar síntomas. Sin embargo, la organización también enfatizó un punto que sigue defendiendo: los pacientes con síntomas son los principales motores de la pandemia.

No obstante, en cuanto se publicó el artículo de Science, la organización entró directamente al debate en torno al trabajo de Rothe. El martes 4 de febrero, Sylvie Briand, directora de preparación a las enfermedades infecciosas de la agencia, publicó un enlace en Twitter que llevaba al artículo de Science, y dijo que el informe de Rothe era defectuoso.

Con ese tuit, la OMS se enfocó en una distinción semántica que nublaría el diálogo durante meses: ¿la paciente era asintomática, lo que significa que jamás mostraría síntomas? ¿O presintomática, lo cual implicaría que se enfermaría más tarde? O algo aún más confuso: ¿era oligosintomática, es decir, que tenía síntomas tan leves que no los reconoció?

En la segunda semana de febrero, Böhmer, del equipo bávaro de salud, recibió una sorprendente llamada telefónica.

Los virólogos habían descubierto una mutación genética sutil en las infecciones de dos pacientes del foco infeccioso de Múnich. Se habían cruzado durante un momento muy breve: uno le pasó el salero al otro en la cafetería de la compañía, cuando ninguno tenía síntomas. Su mutación compartida dejó claro que uno había infectado al otro.

Böhmer se había mostrado escéptica acerca de la propagación asintomática. Pero ahora no había duda.

Ahora fue Böhmer quien sonó la alarma. Dijo que de inmediato compartió el hallazgo, y su importancia, con la OMS y el Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades.

Ninguna organización incluyó el descubrimiento en sus informes regulares.

La OMS aún afirma que las personas que tosen o estornudan son más contagiosas que las personas que no. Sin embargo, no hay consenso científico acerca de la importancia de esta diferencia o cómo afecta la propagación del virus.

Los funcionarios de salud pública consideraron que era peligroso promover el riesgo de los propagadores silenciosos. Si poner en cuarentena a las personas enfermas y rastrear a sus contactos no podía contener de manera confiable la enfermedad, los gobiernos quizá abandonarían esos esfuerzos por completo. Además, evitar la propagación silenciosa requería una iniciativa enérgica de pruebas generalizadas, pero en ese entonces era imposible en la mayoría de los países.

Los funcionarios europeos de salud dijeron que se mostraban renuentes a reconocer la propagación silenciosa porque las pruebas estaban llegando poco a poco y las consecuencias de una falsa alarma habrían sido graves.

En retrospectiva, los funcionarios de salud debieron haber dicho que sí: la propagación asintomática estaba ocurriendo y no entendían cuál era su prevalencia, comentó Agoritsa Baka, doctora estadounidense sénior. Sin embargo, hacerlo, dijo, habría sido igual a una advertencia implícita a los países: lo que están haciendo quizá no sea suficiente.

Para principios de marzo, mientras la OMS seguía afirmando que la transmisión asintomática era poco común, la ciencia estaba tomando la dirección opuesta.

Los investigadores de Hong Kong calcularon que el 44 por ciento de las transmisiones de COVID-19 ocurrían antes de que comenzaran los síntomas, un cálculo que coincidía con un estudio británico que señaló que ese número alcanzaba el 50 por ciento.

El estudio de Hong Kong concluyó que las personas se volvían infecciosas alrededor de dos días antes de que surgiera su enfermedad, con un punto álgido en su primer día de síntomas. Para cuando los pacientes sentían el primer dolor de cabeza o la primera molestia en la garganta, quizá estuvieron propagando la enfermedad durante días.

En Múnich, Hoelscher se había preguntado varias veces si las cosas habrían sido distintas si los líderes del mundo se hubieran tomado en serio el asunto antes.

Aun así, la OMS está enviando señales confusas. A principios de este mes, Maria Van Kerkhove, la dirigente técnica de la respuesta al coronavirus de la organización, repitió que la transmisión de los pacientes asintomáticos era “muy poco común”. Después de que los médicos se quejaron, la agencia dijo que hubo un malentendido.

“Para ser totalmente honesta, aún no tenemos un panorama claro al respecto”, comentó Van Kerkhove.

De regreso en Múnich, quedan pocas dudas. Böhmer, la médico del gobierno bávaro, publicó un estudio en The Lancet el mes pasado basado en entrevistas e información genética exhaustivas para rastrear de manera metódica todos los casos del foco de infección.

En los meses posteriores a las pruebas que Rothe le hizo a su primer paciente, dieciséis personas infectadas fueron identificadas y detectadas de manera temprana. Las iniciativas enérgicas de pruebas y el rastreo impecable de contactos contuvieron la propagación.

El estudio de Böhmer halló transmisiones “importantes” de personas asintomáticas o con síntomas excepcionalmente leves y no específicos.

Rothe y sus colegas fueron citados.