En todo el mundo, la policía ha tomado medidas enérgicas contra las protestas, solo para descubrir que sus ataques, captados en cámara y compartidos en los medios sociales y convencionales, han sido el catalizador que ayudó a convertir las manifestaciones temáticas en movimientos de masas.
Movimientos como Black Lives Matter en Estados Unidos, el levantamiento de 2019 en Chile que condujo a una nueva Constitución y, ahora, las protestas de Colombia surgieron de heridas políticas propias en cada sociedad. Pero cada uno se transformó en una causa más amplia, potencialmente definitoria de una generación, cuando los manifestantes se enfrentaron a la violencia policial.
Los ataques policiales pueden hacer que las personas reconsideren sus suposiciones sobre si pueden confiar en su gobierno o en la salud de su democracia, dijo Yanilda González, politóloga de la Escuela Kennedy de Harvard que estudia la vigilancia policial, la violencia estatal y la ciudadanía en las Américas.
“Permite que tengas ese primer contacto y decir: ‘Oh, lo que la gente ha estado diciendo es verdad. Parece que la policía actúa de esta manera arbitraria y violenta, espontánea, sin provocación ni justificación’”, dijo.
Esa comprensión puede originar procesos de reconocimiento a nivel nacional.
“La violencia policial es una constante, como una chispa que puede desencadenar movimientos de protesta”, dijo Omar Wasow, un politólogo de la Universidad de Princeton que estudia las protestas, la raza y la política. “Y es el combustible que puede mantenerlos”.
‘Cualquier tipo de disensión nos convierte en objetivos’
En Colombia, el levantamiento comenzó el 28 de abril como una manifestación contra las reformas tributarias que se propusieron para llenar un vacío presupuestario que se había agravado durante la pandemia. Rápidamente se convirtieron en un escape para la ira pública por la desigualdad y la pobreza, problemas de larga data que se agravaron durante la pandemia.
Luego, los videos en los que aparecía la policía atacando a manifestantes se volvieron virales y las protestas se convirtieron en un movimiento mucho más amplio.
Circularon videos de un joven muriendo después de recibir un disparo, y luego de su madre angustiada, afuera del hospital, gritándole a su hijo que quería irse con él. Otra grabación parecía que mostraba a un oficial de policía disparándole a un joven que había pateado su motocicleta. Otros captaron cuerpos empapados de sangre tirados en el suelo y manifestantes aterrorizados gritando que los iban a matar.
Los reportes de abusos policiales generaron más protestas, pero las represiones policiales continuaron, lo que a su vez generó más imágenes e informes de agresiones. Cada vez que ese ciclo se repetía, recogía más energía y atraía a más personas a las calles.
Para muchos colombianos, los reportes, no todos confirmados, resultaban inquietantemente familiares. Durante décadas, los grupos de derechos humanos han acusado al ejército y a la policía de cometer esos abusos y, peor aún, durante la prolongada guerra civil del país contra los rebeldes de izquierda, incluido el grupo guerrillero las Farc, que culminó con la firma del acuerdo de paz con el gobierno en 2016.
Durante el conflicto armado, esos ataques ocurrieron principalmente en la “periferia”, como los colombianos se refieren a las áreas rurales que fueron más disputadas por los grupos rebeldes. Los residentes de la ciudad tenían menos probabilidades de experimentarlos de manera directa. Aunque se acumuló documentación de las atrocidades cometidas por el gobierno, muchos colombianos concluyeron que la violencia, aunque lamentable, había sido necesaria para combatir la amenaza de los grupos guerrilleros “terroristas”.
Pero la guerra influyó en la cultura y el entrenamiento de la policía colombiana, quienes en medio de las protestas a menudo parecen hacer poca distinción entre los manifestantes pacíficos que se oponen a las políticas del gobierno y las guerrillas violentas que buscan derrocar al Estado.
Ahora, después de los ataques de la policía contra los manifestantes urbanos, “la gente se está dando cuenta de cómo es que la policía suele actuar en las zonas rurales todo el tiempo”, dijo María Mercedes Ramos Cerinza, de 28 años, defensora de los derechos humanos en Bogotá. “En la ciudad ahora se entiende que los ataques son indiscriminados, que no están dirigidos a una población en particular. Cualquier tipo de disensión nos convierte en objetivos”.
Mostrar y documentar los abusos
Hay claros paralelos con otros movimientos de masas, dicen los expertos.
Cuando el movimiento por los derechos civiles marchó en Selma, Alabama, en 1965, sus líderes sabían que la policía respondería con violencia, dijo Wasow. Pero esperaban que mostrar esa violencia frente a las cámaras de televisión y, por extensión, ante los estadounidenses blancos que no vivían en el sur, llamaría la atención sobre la realidad de la vida en el sur segregado.
“El sheriff Clark ha estado golpeando cabezas negras en la parte trasera de la cárcel durante años, ahora solo le estamos diciendo que si todavía quiere golpear cabezas, tendrá que hacerlo en la calle principal, al mediodía, frente a las cámaras de televisión de CBS, NBC y ABC”, dijo el reverendo Andrew Young, un líder de derechos civiles que fue arrestado durante la marcha, en una entrevista en 1965.
Cuando las estaciones de televisión de todo Estados Unidos transmitieron las imágenes de la policía atacando a los manifestantes no violentos, incluidos mujeres y niños, el “Domingo sangriento” se convirtió en un momento crucial para el movimiento de los derechos civiles.
La encarnación contemporánea del movimiento de los derechos civiles, Black Lives Matter, llamó la atención nacional por primera vez en 2014 en Ferguson, Misuri, cuando la policía utilizó gases lacrimógenos, vehículos blindados y armas sónicas contra personas que se habían reunido para protestar por el asesinato de Michael Brown, un adolescente negro, a manos de un policía blanco.
Y el año pasado, la violencia policial contra los manifestantes que se reunieron para protestar por la muerte de George Floyd tuvo un efecto similar.
En cada caso, la violencia policial sirvió como una lección objetiva sobre el argumento central de los movimientos de derechos civiles: que la libertad, la igualdad y la oportunidad en el corazón del proyecto estadounidense no se había extendido por completo a los ciudadanos negros. El derecho a criticar al gobierno siempre ha sido fundamental en la historia estadounidense. Y así, las imágenes de los manifestantes golpeados o gaseados por intentar hacerlo enviaron el mensaje de que un elemento crucial de la democracia estaba en peligro o, tal vez, nunca había existido por completo.
En 2019, las protestas en Chile comenzaron como una manifestación contra el alza del precio de los pasajes del metro. Fue la fatídica decisión del gobierno de restaurar el orden llamando al ejército, por primera vez desde que terminó la dictadura militar del general Augusto Pinochet en 1990, lo que transformó las protestas en un movimiento nacional con amplio apoyo político.
Los tanques del ejército que circulaban por las calles enviaron el mensaje de que la transición del país a la democracia estaba incompleta y corría el riesgo de colapsar. Los manifestantes llevaban pancartas impresas con el rostro de Víctor Jara, un cantante folclórico asesinado durante los primeros días del régimen de Pinochet, lo que establece una conexión directa entre las protestas modernas y los tanques que llevaron al poder al general Pinochet.
Apenas un año después de que estallaran las protestas, los chilenos votaron para eliminar la Constitución redactada durante los años de Pinochet y remplazarla por una nueva.
‘Este no es el país que queremos’
En Colombia, la violencia contra los manifestantes y la fuerte militarización de las calles en ciudades como Bogotá, ha enviado el mensaje de que el proyecto democrático del país no solo está inconcluso, sino que quizás corre peligro.
Se suponía que el acuerdo de paz de 2016 pondría fin al conflicto armado entre el gobierno y las Farc. Pero las acciones cometidas por las fuerzas de seguridad estatales durante las últimas dos semanas han hecho que muchos se cuestionen si la democracia en tiempos de paz era una realidad.
“Creo que la historia de este país es sobre el conflicto armado”, dijo Erika Rodríguez Gómez, de 30 años, abogada y activista feminista de Bogotá. “Firmamos un acuerdo de paz en 2016. Y tal vez en ese momento sentimos que, está bien, vamos a seguir adelante”.
“Pero tenemos todas las fuerzas militares en las calles. Y tenemos estos ataques contra nosotros, la sociedad civil”, dijo. “Así que ahora pensamos que, en realidad, nunca se fueron”.
Es demasiado pronto para decir si las protestas conducirán a un cambio duradero. Los ataques contra los manifestantes han hecho que la violencia estatal sea visible para más personas, dijo González, la investigadora de Harvard, pero cree que todavía la están analizando a través de “sus guiones habituales para entender a la sociedad, entender a la policía y entenderlo todo. Así que no ha llegado el punto de que la gente concuerde”.
Pero Leydy Diossa-Jimenez, investigadora colombiana y candidata al doctorado en sociología de la Universidad de California en Los Ángeles, dijo que ve este momento como un punto de inflexión para el cambio entre generaciones. “La Generación Z está reconsiderando su país y pensando en lo que dejaron las generaciones anteriores”, dijo en una entrevista. “Están diciendo: ‘No, esto no es lo que queremos’”.
“Y creo que, por primera vez, las generaciones mayores en Colombia se están aliando con esa idea, que este no es el país que queremos”, dijo.
“No sé si los políticos están a la altura del desafío y del momento histórico”, agregó. “Pero espero que lo estén”.