PLUMA INVITADA
Cierras los ojos y aspiras
La sostienes frente a ti con ambas manos. Cierras los ojos y aspiras. El aroma es intenso. Imaginas el viento suave de montaña allende el océano. Das un sorbo. El sabor es fuerte, pero no con la acidez del café de las Verapaces, que era tu café regional preferido. Lo acompañas con huevos revueltos y frijoles negros enteros. Tratas de replicar el desayuno. Sabe bien pero tampoco sabe igual. Quizás lo lograrías si fueras un buen cocinero, pero no llegas ni a cocinero mediocre ni los ingredientes son exactamente los mismos. El frijol es negro, ¿pero será del mismo tipo? La crema que esparces sobre ellos es claramente diferente. Y obviamente te hacen falta las tortillas recién salidas del comal. Hiciste el intento, pero no logras recrear ni los aromas ni los sabores exactos. ¿O será más bien que no recuerdas ya esos sabores y aromas?
Has vivido fuera de Guatemala por más de once años. Los primeros cinco residías al lado, en tierras hondureñas, y viajabas seguido. Regresaste por unos meses, y de ahí no lo has hecho otra vez, con la excepción de un corto viaje, cuatro años atrás. Cada vez te alejas más, y no solo en la distancia y en el tiempo, sino que también en los recuerdos. Te quedaste con imágenes del país como si fueran manojos de fotografías esparcidas sobre una mesa, sobre todo memorias de la capital y de Antigua. Otros lugares no los has visitado en muchísimos años: el Lago de Atitlán, Tikal, Chichicastenango, Los Cuchumatanes, y tantos otros.
De tus padres solo queda la memoria, imágenes que a veces aparecen en tus sueños. Tu hermano, su esposa y sus hijas son la familia cercana que permanece. Te encantaría poder degustar otro almuerzo dominical en su casa, pero te has tenido que conformar con conversaciones a través de Skype. También hay más familiares, algunos con gran cercanía, otros más distantes. Y también hay amigos; un puñado de ellos increíblemente leales hasta el final. Y de ahí una gran infinidad de conocidos. Extrañas esas charlas, las discusiones de sobremesa sobre tantos temas y ninguno a la vez, y hasta esos desayunos absurdos que te hacían madrugar y lidiar con el tráfico.
Mentirías, sin embargo, si dijeras que vives en la añoranza. Tú has aprendido a pasar las hojas, sean estas alegres o tristes. Las evocaciones del país casi no te vienen a la mente; son vivencias remotas, traspapeladas en algún escondrijo de tu cerebro. Sin embargo, por alguna razón —quizás porque cocinas muy mal— recuerdas comidas, y no comidas típicas, muchas de ellas caldosas, de las que nunca fuiste fanático, sino que más bien comidas sencillas.
Si andabas en la calle todo el día, tu menú podía ser el siguiente. Un desayuno de huevos revueltos con tomate y cebolla, y frijol negro —de preferencia volteado— y con crema, un par de tortillas, y un par de tazas de café. De almuerzo quizás un ceviche grande de camarones con una gaseosa, o unos trozos de lomito asado, mejor si de La Media Cancha y con papas fritas y pan con ajo, seguido un poco después por otro par de cafés. En la tarde, si habías almorzado liviano, quizás un hot-dog del Liceo con una gaseosa, o solo un TorTrix de barbacoa. De cena dos pedazos de pollo Campero del clásico, uno de los cuales tendría que ser una pechuga. Un nutricionista se iría de espaldas, pero para ti sería un festín gastronómico, al menos para uno o dos días por semana. Cerrarías los ojos antes de cada sorbo o bocado, y el instante se volvería momento y el momento se volvería minuto.
¿Cuándo regresarás, aunque sea por unos pocos días? Quién sabe. Quizás en algunas semanas, meses, años o lustros. De niño, cuando te preguntaban qué querías ser, decías que serías vagabundo, quizás porque no cesabas de leer sobre lugares lejanos. Mientras tus compañeros iban a Disneylandia, tú veías pasar los aviones y sabías que un día te tocaría volar. No eres exactamente un vagabundo, pero sí te ha tocado vagar. Lo que no cabe duda es que, de volver, de las primeras cosas que harías sería embarcarte en el recorrido culinario que añoras.
@pablorodas