Hagamos la diferencia

Estado secuestrado: la corrupción no es un mal aislado, sino la esencia podrida del poder guatemalteco

Cuando una familia poderosa decide que su bienestar vale más que el futuro de un país, cuando políticos se inclinan ante el crimen organizado… ese país ya no tiene Estado.

No puedo quedarme callado mientras veo que lo que debiera ser un gobierno al servicio de todos se ha convertido en un puesto de mando para mafias políticas, redes corruptas y grupos económicos que controlan lo público como si fuera un botín personal. Los últimos meses y los últimos años han demostrado que la corrosión llega hasta el corazón mismo de nuestras instituciones.

Guatemala sigue siendo rehén de mafias disfrazadas de funcionarios y empresarios.

Las denuncias brotan por doquier: solo en el sector salud, desde 2024 hasta hoy se denunciaron 41 casos de corrupción, con desvíos por más de 740 millones de quetzales, según datos oficiales. Hospitales públicos como el Roosevelt y el San Juan de Dios siguen siendo atracados impunemente, con compras por servicios nunca realizados y contratos fraccionados, mientras la atención a la población agoniza. En el sistema penitenciario y carcelario  emergen denuncias graves: corrupción, negligencia y supuestas complicidades que permitieron la fuga de decenas de reos de alta peligrosidad. Ese es el retrato sombrío de un Estado que ya no protege al ciudadano, sino que se prostituye ante el delito y lo facilita. Y no es solo salud o prisiones: las obras públicas: infraestructura, carreteras, aeropuertos, contratos de servicio se han convertido en nidos de redes que inventan “falsos avances físicos”, inflan facturas, adjudican a amigos, omiten licitaciones y luego desaparecen con el dinero. El último ejemplo, el estadio Doroteo Guamuch Flores. Allí donde hay presupuesto público, hay un agujero negro. Las municipalidades nadan en fondos públicos sin tener claro en dónde invertirlos, pero sí a quién beneficiar, y no precisamente al pueblo.

Pero esta corrupción no es solo administrativa: es estructural. Las instituciones de justicia, aquellas que deberían castigar a los corruptos, han sido infiltradas, cooptadas o desmanteladas desde adentro. Quienes investigan el poder son perseguidos, enjuiciados o expulsados; quien osa abrir la boca, se arriesga a cárcel, exilio o persecución mediática. Hasta la Universidad de San Carlos, otrora paladín de la resistencia, ejemplo académico para las universidades privadas, con fuerte extensión rural,  está ahora desdibujada y en poder de mafias,  cuya cara visible, Mazariegos y achichincles, está al servicio de ellas.  El Congreso se lleva las palmas como muestra de cooptación. Y mientras tanto, ese grupo privilegiado, esas familias económicas, empresas vinculadas al negocio estatal, mafias políticas, se frota las manos. No solo obtienen contratos, obra pública, peajes, compras; también obtienen impunidad, control sobre jueces, fiscales, medios, gobiernos, municipios y… sobre la voluntad popular.

¿Alguien piensa que en esas condiciones las próximas elecciones pueden cambiar algo? ¿Cómo confiar en votos, cuando los que mandan ya controlan las instituciones, la “transparencia”, las urnas y hasta quién las resguarda? No se trata de un simple “problema de corrupción”, como lo plantea la prensa oficial. Se trata de un Estado secuestrado, en cada una de sus ramas: ejecutivo, salud, infraestructura, justicia, cárceles, contratación pública… todo manipulado en función del lucro privado. Y así, el país se hunde.

Pero sí, y no será fácil,  aún hay un camino: despertar ciudadano. Hacer del voto un acto consciente, exigir rendición de cuentas, demandar transparencia real, apoyar a quienes luchan por la justicia, resistir el clientelismo, rechazar la compra de voluntades. Si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará por nosotros. Tengo esperanza de que surgirá un grupo que querrá rescatar a la nación y no servirse de ella. El Salvador nos dio el ejemplo. Porque mientras dejemos que los corruptos manejen el poder, Guatemala seguirá siendo rehén. Y cada quetzal robado, cada hospital abandonado, cada preso fugado, cada obra pública fantasmal, será una cicatriz más en la memoria colectiva. Que las próximas elecciones no sean solo una renovación de nombres, que sean, de una vez por todas, el clamor de un pueblo que decide recuperarse.

ESCRITO POR:

Samuel Reyes Gómez

Doctor en Ciencias de la Investigación. Ingeniero agrónomo. Perito agrónomo. Docente universitario. Especialista en análisis de datos, proyectos, educación digital. Cristiano evangélico.