Guatemala en la encrucijada: ¿por qué no avanzamos?
Reconocer los problemas es el primer paso para resolverlos, y trabajar todos en sus soluciones es una necesidad.

Guatemala sufre y su dolor es profundo. Más de la mitad de su pueblo, el 55%, vive en la pobreza, atrapado entre la desnutrición, ignorancia, carreteras destruidas y bloqueos que paralizan. No hay un puente entre el Estado y los ciudadanos, solo un abismo de desconfianza. Vivimos una crisis perpetua, y para salir de ella debemos encarar las cadenas que nos atan al subdesarrollo.
La corrupción generalizada es un cáncer. En 2024, Transparency International nos otorgó un miserable 25 puntos de cien en su índice de percepción de la corrupción, uno de los peores de América Latina. El dinero para escuelas, hospitales y carreteras desaparece en los bolsillos de políticos y corruptos, mientras que las mafias se burlan de nuestro sistema judicial débil, contaminado por la justicia selectiva de la Cicig. El presidente Arévalo intenta débilmente luchar contra este monstruo, pero se enfrenta a un muro de resistencia, un cáncer letal que nos devora desde dentro.
La desigualdad nos despedaza. El 16% de los guatemaltecos sobrevive en pobreza extrema, mientras un 2% de la población acapara el 60% de la tierra cultivable. Las comunidades indígenas, casi el 40% de la población, cargan el peso más brutal, con un 46.5% de sus niños, nuestro futuro, sufriendo desnutrición crónica. La brecha no es solo de riqueza, sino de acceso a educación, salud y tecnología. Las protestas no son caos, son los gritos de generaciones olvidadas.
Las remesas, que alcanzaron US$21,510 millones en 2024 (Banguat), son el 20% de nuestro PIB. Para miles de familias rurales son un salvavidas; para el país son un espejismo de prosperidad. Reflejan que no ofrecemos oportunidades reales y por ello, según la OIT, el 70% de los empleos son informales, sin estabilidad ni futuro. Cuando Estados Unidos endurezca sus políticas migratorias, el parche de las remesas se desvanecerá, dejando al descubierto una herida que nunca hemos sanado.
Los bloqueos son el eco de un pueblo harto. Las mineras, las disputas territoriales y, sobre todo, las promesas rotas los encienden. Sin diálogo real para una solución, la frustración estalla en violencia mientras la impunidad reina. Un grito que nadie escucha, un ciclo de abandono que se repite y nos hiere sin cesar.
Nos quieren ignorantes y apartados, destruyen nuestras esperanzas por el constante reinicio.
Nuestras exportaciones, otro 20% del PIB, se ahogan entre aranceles y precios volátiles que destruyen a los pequeños productores. El clima nos castiga sin piedad. Padecemos de huracanes, como Eta e Iota, que en 2020 dejaron US$400 millones en pérdidas, y de sequías en el Corredor Seco que desplazan comunidades y desatan conflictos por agua y tierra. Nuestro gobierno, de gran burocracia, prioriza la operación sobre la inversión y provoca su colapso por su propia fragilidad.
Somos un país sin memoria. Cada cuatro años, todo se reinicia y los planes de desarrollo mueren, las escuelas quedan a medio construir y las reformas prometedoras se olvidan. La polarización y la corrupción garantizan que nada prospere. Nos quieren ignorantes y apartados, destruyen nuestras esperanzas por el constante reinicio. Por ello votamos mal, por los mismos de siempre.
Estos males no son hilos sueltos; son una madeja que nos asfixia. La corrupción engendra pobreza, la desigualdad siembra conflicto, la falta de visión nos deja a merced de mercados externos y el reinicio perpetuo nos hunde en el subdesarrollo. Invertimos solo el 3% del PIB en educación y el 1.5% en salud, la mitad del promedio regional, mientras Costa Rica destina el 6.2 y 6.7%, respectivamente. Aquí, los corruptos lucran con el caos y hasta sabotean cualquier intento de cambio.
Recordemos la frase del presidente Laugerud de 1976: “Guatemala está herida, pero no de muerte”. Reconocer los problemas es el primer paso para resolverlos, y trabajar todos en sus soluciones es una necesidad.