Mirador

Institucionalizar la ruina

Corruptores y corrompidos comparten la misma taza del inodoro, y cada uno culpa al otro del hedor. Así transcurre el tiempo; así se nos va la vida.

Si los inicios de año son buenos para pensar en propósitos, los finales son mejores para evaluar. Ahora que se acaba uno, hacer una revisión siempre es saludable, pero solo resulta fértil si existe una disposición real a cambiar aquello que no funciona. De lo contrario, el ejercicio no pasa de ser gimnasia retórica: cómoda, estéril y profundamente inútil. Una especie de balance moral que tranquiliza conciencias mientras todo sigue exactamente igual.


En el fondo, las sociedades se parecen más de lo que creen. Algunas invierten en la prevención, conscientes de que anticiparse cuesta menos que reconstruir. Otras prefieren corregir después, aun cuando el daño ya sea irreversible, fruto de una visión corta y una planificación deficiente. Pero existe un tercer grupo —el más preocupante—: aquellas que no previenen ni corrigen. Las que observan el deterioro como paisaje. Las que convierten la improvisación en normalidad.


Ahí están las casas destruidas de Santa María de Jesús, tras el terremoto de julio pasado; los muertos que se acumulan por continuos accidentes de bus; o el derrumbe en el kilómetro 24.5 de la carretera a El Salvador, meses después, erigido como monumento al abandono. El tiempo corre y la inacción se consolida como política pública. Mientras tanto, con una serenidad que roza lo obsceno, crece la desnutrición infantil en áreas urbanas. Niños mueren de hambre al mismo tiempo que el dinero público se reparte con generosidad en bonos, sindicatos, aumentos salariales y otras formas creativas de dilapidar el presupuesto. Los alcaldes tampoco se quedan atrás: millones en cohetes, fiestas patronales, reparto de “pollo en pie” o banquetes navideños para “los más desfavorecidos”, como si la pobreza se curara a golpe de tamal y pólvora.

La sensación oscila entre la vergüenza y el asco, con la convicción de que este país no tiene arreglo mientras no se rompa esa relación tóxica entre políticos y ciudadanos, en la que ambos se benefician.


El número de muertos por armas de fuego ha aumentado. Pasamos del escape de prisión de mareros —con FBI incluido en la investigación— a muertos inexplicables del conflicto Nahualá–Ixtahuacán, sin que exista una versión convincente para ninguno de los episodios. Se acumulan los hechos, se diluyen las responsabilidades y el país sigue mirando hacia otro lado, confirmando que la impunidad ya no es una falla del sistema, sino su forma habitual de funcionamiento. Miramos alrededor y la conclusión es desalentadora: estamos igual; nada ha cambiado sustantivamente.


La sensación oscila entre la vergüenza y el asco, con la convicción de que este país no tiene arreglo mientras no se rompa esa relación tóxica entre políticos y ciudadanos, en la que ambos se benefician de un sistema aletargado. Unos esperan dádivas, contratos o favores; los otros entregan migajas, después de vaciar los bolsillos con impuestos que nunca regresan en forma de servicios, infraestructura o bienestar. Cuando la supuesta víctima se convierte en cómplice, se logra la mancuerna perfecta: juntos depredan, cada uno a su escala.


Los salarios públicos son de los más altos en relación con el salario básico, adornados con dietas, gastos de representación y otros privilegios que —casualmente— no pagan impuestos; sumemos seguros médicos y de vida, vehículos, combustible y computadoras. Todo dentro de una organización estatal desastrosa, en la que hemos aprendido a vivir por debajo de la línea de la ética, aunque nos miremos el ombligo orgullosamente. Corruptores y corrompidos comparten la misma taza del inodoro, y cada uno culpa al otro del hedor. Así transcurre el tiempo; así se nos va la vida.


El problema no es la falta de diagnósticos ni de recursos, sino la comodidad de no hacer nada. Hemos normalizado la ruina, institucionalizado la mediocridad y aceptado el deterioro como si fuera un rasgo cultural inevitable. Y sin estridencias ni sobresaltos, el país avanza exactamente en la misma dirección: ninguna.

ESCRITO POR:

Pedro Trujillo

Doctor en Paz y Seguridad Internacional. Profesor universitario y analista en medios de comunicación sobre temas de política, relaciones internacionales y seguridad y defensa.

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