SIN FRONTERAS

La década de los sueños truncados

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En los últimos diez años, 834 mil guatemaltecos fueron deportados desde EE. UU. y México, según el Instituto Guatemalteco de Migración. Esto significa un 5% de la población nacional, según el último censo. Cierto, 5 de cada 100 guatemaltecos sería, de por sí, una cifra dramática. Pero lo es aún más, si tomamos que ciertos departamentos aportan muchos más casos que otros. Tomamos de ejemplo a Huehuetenango, que por sus características, es el departamento que más emigración internacional generó en la década pasada. El Estado no revela cifras por región, pero si dijéramos que un 40% de los deportados fueron huehuetecos, al compararlo con su población departamental, obtendríamos que cerca de una tercera parte de la población huehueteca habría sido deportada en los últimos diez años. Claro, ese 40% no es un dato duro ni comprobable. Seguramente es inexacto. Pero no tanto como para que el drama regional baje significativamente. Dada la información disponible, sería improbable que la cifra fuera menor al equivalente de un cuarto de la población departamental.

' Cinco de cada cien guatemaltecos regresaron deportados en los últimos diez años.

Pedro Pablo Solares

En Guatemala, termina una década de sueños truncados. En los últimos días circularon noticias sobre cómo 2019 fijó la cifra más alta en la historia de deportaciones de guatemaltecos desde EE. UU. Y, aunque eso sea cierto —porque ningún otro año antes regresaron a 54 mil desde aquel país— más que ser una cifra extraordinaria en sí misma, es parte de un contexto. Un contexto que pareciera haber sido diseñado durante el primer periodo del presidente Barack Obama, y cuya ejecución fue perfeccionada durante su segundo periodo. Uno que fue interrumpido durante los primeros y atropellados años del señor Trump, y que empieza nuevamente a retomar el ritmo de hace 4 o 5 años. Un contexto que es incompleto si únicamente se leen las cifras de quienes regresan desde EE. UU., sin incluir a quienes regresan desde el vecino México. Una década de deportaciones desde el hemisferio norte que tuvo —al menos— tres grandes momentos: El primero, en 2014, cuando el Tío Sam financió el tapón mexicano, aportándoles más de $86 millones en lo que denominaron Programa Frontera Sur. El antes y después del Programa es fácilmente medible. Previo a él, en 2013, México deportó a 29 mil guatemaltecos. En 2014 subió a 45 mil. Y ya en 2015 a 75 mil. Un motor que iba a todo vapor.

Un segundo momento lo constituiría la interrupción de ese ritmo ascendente en 2016, el primer año de la presidencia de Trump. En ese año, la cifra desde México bajó de 75 mil a 56 mil; y luego, en 2017, se desplomó a 33 mil. Sería interesante analizar cuánto de ese desplome fue consecuencia del discurso inútilmente hostil de Trump hacia un México que, en los años de Obama y Peña Nieto, funcionó como una máquina aceitada de deportaciones. Un tercer momento lo vivimos en la actualidad, en el que nuevamente Washington ha logrado de alguna manera rehacer la sociedad en esta materia con su aliado natural, su vecino del sur.

En 2010, la cifra de guatemaltecos deportados desde los dos países del norte fue de 57 mil. Tras una década ascenso, en 2019 esa cifra llegó a 102 mil. Casi el doble. A ese pesar, nuestro Estado no inició ni un solo programa de atención a esa población. Hoy, al igual que hace 10 años, el retornado no recibe más que una merienda y un pasaje en bus para que el drama se pierda entre el gentío de La Terminal. Existen responsabilidades urgentes y puntuales que no se atienden. El vicepresidente Guillermo Castillo tendrá la responsabilidad de dirigir la Autoridad Migratoria Nacional y retomar la elaboración del protocolo de atención al retornado. Ya que las causas que originan la migración irregular no han sido atendidas, no podemos sino esperar que la próxima sea también una década de sueños y vidas truncadas. Hoy, un equivalente a 5 de cada 100 guatemaltecos los sufren.

ESCRITO POR:

Pedro Pablo Solares

Especialista en migración de guatemaltecos en Estados Unidos. Creador de redes de contacto con comunidades migrantes, asesor para proyectos de aplicación pública y privada. Abogado de formación.