CON OTRA MIRADA
Peste y arquitectura
Tomás Gage, fraile dominico de origen irlandés, llegó a Veracruz en 1625, de donde pasó a Santiago de Guatemala, donde vivió más de tres años ligado a la Universidad y otros siete en la Verapaz. Dio a conocer su obra Nueva relación, que describe sus viajes en la Nueva España, libro editado en varios idiomas. La primera edición en Español, incompleta, apareció en París, en 1838. En 1946, la Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala publicó una edición a la que agregó el capítulo Viaje de Chiapas a Guatemala.
' A la exuberante naturaleza del país sumé la riqueza cromática en la vida cotidiana del indígena.
José María Magaña Juárez
Del relato recuerdo su descripción de la ciudad de Santiago (que busqué, pero no encontré) limpia, pintada de blanco; sorprendiéndose de “que sus paredes no estuvieran emborronadas con carbón”. No menciona la gran pestilencia (tabardillo, tifus) de 1631-32 que obligó a las autoridades a desinfectar la ciudad con cal diluida en agua, que, como sabemos, mata gérmenes, bacterias e insectos. Tal descripción provocó esa falsa imagen de La Antigua Guatemala, al punto de que, hacia los años 60 del S.XX, la mayoría de casas eran blancas.
Mi relación profesional con la ciudad empezó cuando elegí como tema de tesis el teatro al aire libre en la Santa Cruz, que la Dirección General de Bellas Artes habilitó en su atrio para celebrar los festivales de Arte y Cultura. Durante el levantamiento arquitectónico de la ermita, y prestando atención a la arquitectura monumental del conjunto, noté su riqueza cromática, contrastante con la blancura de sus casas.
En la siguiente década se recuperó el color y uso de las pinturas en polvo usadas durante la repoblación, finales de 1800, cuando se impuso el Neoclásico, que aportó sus propios colores, junto a los “pisos de alfombra” de cemento líquido, coloreado con aquel material. En la memoria de los viejos maestros albañiles permaneció guardado el conocimiento de que esa pintura aplicada a los muros debía prepararse con resinas naturales, para que no manchara.
Durante mi desempeño como Conservador de la Ciudad conocí sus ciclos, esencialmente religiosos, reflejados en el mantenimiento de las casas mediante la reparación de estucos y pintado para la Cuaresma y Navidad; ciclos limitados por los efectos de los terremotos del 4 y 6 de febrero de 1976.
Durante 1996, en el libre ejercicio de la profesión, debí ofrecer una gama de colores a un grupo de amigos con quienes nos aventuramos en un proyecto habitacional. Para lograrlo, partí del hecho del rico colorido del siglo XVIII y la tesis de que a la exuberante naturaleza del país sumé la riqueza cromática presente en la vida cotidiana del indígena que contribuyó, con su experta mano de obra, a dar el excepcional carácter y valor a esta ciudad, hecho, entre otros tantos, que creó el mestizaje cultural que nos hace lo que somos. Llegué a la conclusión de que era imposible que la ciudad hubiera sido blanca.
Así, junto al gerente de Mercadeo de Pinturas El Volcán y su especialista en formulación de tintes, hicimos un amplio recorrido de la ciudad, haciendo calas de investigación en casas y monumentos que, por su categoría, garantizaban un rico historial cromático a lo largo de los últimos años. El resultado fue la formulación de once colores en polvo, incluyendo el blanco y la receta para preparar un galón de pintura al que se agrega agua y resina sintética a fin de mantener su principal característica, permitir la transpiración del muro. Fue editada una cartilla en la que se incluyó una breve descripción de lo que ahora relato, que se entregó al Consejo Nacional para la Protección de La Antigua Guatemala, para su uso y difusión.