PUNTO DE ENCUENTRO
¿Por qué importa la elección de la Fiscalía General?
Con la elección de la persona que ocupará la jefatura del Ministerio Público (MP) por los próximos años nos jugamos lo poco que nos va quedando de democracia e institucionalidad. La gestión, si se le puede llamar de esa manera, a los destrozos de María Consuelo Porras Argueta en la Fiscalía General nos muestra la importancia para el país del cargo de fiscal general y jefa o jefe del MP.
' El MP en manos del Pacto de Corruptos puede llenar las cárceles de jueces, opositores políticos, líderes sociales y periodistas independientes.
Marielos Monzón
Los avances que se obtuvieron a partir de las administraciones de Amílcar Velásquez Zárate, Claudia Paz y Paz y Thelma Aldana, en términos de lucha contra la corrupción y la impunidad, están siendo revertidos a pasos agigantados y, en este momento, el MP volvió a los tiempos en que era comparsa de los grupos de poder político y económico para garantizarles impunidad.
Lo que hemos visto en los últimos meses es una carrera contra reloj para clausurar procesos judiciales, obstruir investigaciones en curso y pedir a los juzgados el sobreseimiento de casos que involucran a quienes Porras Argueta reconoce como sus aliados o los de Alejandro Giammattei.
Ni hablar de iniciar investigaciones de la galopante y evidente corrupción de la actual administración, aún y cuando se tengan evidencias o denuncias bien sustentadas. A esos objetivos obedecen los traslados, “ascensos” y despidos en fiscalías clave como la Feci, la anticorrupción o la de Derechos Humanos, aunque la jefa del MP quiera maquillarlos y venderlos como una “adecuada y necesaria” reestructuración.
Además de ralentizar y enterrar los procesos que incomodan a los poderes fácticos, el interés de la fiscal general y de su equipo del Despacho Superior es perseguir y criminalizar a quienes desde los juzgados, las fiscalías, los movimientos y organizaciones sociales, el activismo ciudadano, la oposición política y el periodismo son un obstáculo para sus planes de recomponer el muro de la impunidad, al que se le había logrado hacer un boquete.
Por eso se apresuran a presentar solicitudes de antejuicio contra jueces y juezas independientes, que tienen a su cargo expedientes por casos de gran corrupción o graves violaciones a los derechos humanos, como Erika Aifán o Pablo Xitumul. Por eso también la “debilidad” de las acusaciones del MP en contra de exfuncionarios públicos que malversaron recursos del Estado, como en el caso del exministro José Luis Benito, a quien la fiscalía trata con “guantes de seda” y pide su procesamiento solo por “fraude”, cuando se cae a pedazos el Libramiento de Chimaltenango, el monumento a la gran corrupción.
A tal grado llega la desvergüenza que la jueza que conoce el caso tuvo que “recordarle” al MP que dejó fuera pruebas fehacientes y que los delitos que pudo cometer el sindicado sobrepasan el fraude. Pero no vaya a ser que se trate de manifestantes que participaron en las jornadas de protesta porque ahí sí la fiscalía es “implacable”, rebusca los delitos y pide que se aplique “todo el peso de la ley”.
Impunidad, criminalización y venganza es un cóctel muy peligroso que si se deja crecer puede terminar por enterrar cualquier posibilidad de cambio, incluyendo la decisión de quiénes pueden o no participar como candidatos y candidatas en las elecciones de 2023.
Como ya lo hemos experimentado, el poder de un fiscal general impacta más allá del ámbito de la justicia. El MP en manos de un alfil del Pacto de Corruptos puede enviar al exilio o llenar las cárceles de jueces y juezas, opositores políticos, líderes sociales y periodistas independientes. Puede garantizar la persecución selectiva de quienes se oponen a los abusos, la violación de derechos y la corrupción. Puede asfixiar la libertad de expresión y la disidencia y condicionar el resultado electoral.
Nada menos que eso es lo que nos jugamos con esta elección de la Fiscalía General.