RINCÓN DE PETUL
Rincón del Petul
No era más que un patojo cuando regresé de Inglaterra. Diez años, la edad, iba tierno mi trayecto. Cuatro órbitas dio la Tierra al sol, mientras estuvimos expatriados. El antes de eso me quedó borroso, difuso; como difusa era ya la forma como hablaba en mi propio idioma. Supe que mamá y papá traían un poco partido el corazón. Parece que también mi hermana. Es que un pueblecito medieval, majestuosamente hermoso, nos había sido generoso. Con la algarabía de regresar a casa, digamos que los sentimientos eran encontrados. Pero en mí predominaba la inquietud. Muy linda la campiña inglesa, pero venir al barrio simplemente me llenaba de entusiasmo. Nos esperaba la casona de los abuelos. Un gran cubo art-decó, construido en los años 30, en la parte norte de la zona 10. El portón, con sus barrotes, lo mantenían bien encadenado. De mí esperaban que guardara en la jaula. Pero tenía la energía de un niño curioso, y contra eso no hay mucho que se pueda hacer. Salir fue tan solo una cuestión de poco tiempo.
La personalidad de ese barrio descansaba en sus contrastes. Entremezcladas, las construcciones muy sencillas con las casas de alta alcurnia. Los queridos amigos que me presentó la abuela eran vecinos de apellido, como próceres de independencia. Pero, en la cuadra, unos locales informales se veían en el otro lado de la banqueta: un herrero, los tapiceros, el sastre y unos carpinteros. Eran el picor de ese caldo. Encontré hogar en ambas realidades. En tiempos cuando los papás no hablaban de sexo con uno, vi por primera vez la foto de una mujer desnuda en las revistas de Byron, el pícaro carpintero. Abuelita rezaba padrenuestros en la casa. Yo, el nieto “del licenciado”, pero me daban cancha en el futbol chamusca hasta el anochecer. Eran cursos intensivos en la gran escuela de la calle. Adentro, libreras rebosaban de libros de Antropología. Yo no los leía. En vez, de alguna forma rara, vivía en lo que discutían esos libros. Encontré morada en los mundos opuestos de nuestras diversas Guatemalas.
' Abrazo el nombre con el mismo calor con el que me fue compartido.
Pedro Pablo Solares
Continué la amalgama en lo profesional. Sin haberlo así planeado, un hemisferio cerebral me jaló hacia la abogacía de negocios. Entre el boom inmobiliario fui escribano comercial. Las altas conexiones, aceitadas, funcionaban. Navegué en complacencia con enseñanzas del lado familiar que bien se cimentó durante épocas de antaño. El Derecho Civil, como lo aprendimos, me venía bien: la norma, por siempre, un deber-ser. Pero un gen hacia algo más social, recesivo se guardaba.
Un giro no esperado lo disparó y caí al lado hondo en una piscina de otro planeta: redes de migrantes de lo indígena más profundo, en lo más remotamente inesperado, como Delaware y Tennessee. Esas organizaciones me recibieron cálidamente. Conecté de nuevo con esa especie de casa. Mi otro hemisferio hizo paces con la familia que se educó en el humanismo. Ya el Derecho Civil, como la estructura del Estado, se notaron insuficientes. La norma, un constante deber-cuestionar. El país acomodado, pernicioso e inservible.
Cumplo un lustro desde que Prensa Libre me privilegió con este espacio semanal, inicialmente nombrado Sin Fronteras. Aludía a ver la migración como una oportunidad, mas no una amenaza. Mucho ya se dijo. Pero quedan vivencias reveladoras acumuladas en un trayecto que continúa. Ojos virtuales para quien permaneció en las burbujas. Me considero dichoso de vivir esas múltiples dimensiones. Y de sentir, por ello, empatías inusuales en nuestra polarización. Desde Inglaterra hasta la zona 10; la de abolengo y la de la calle. Desde Huehuetenango hasta Indiana, donde aprendí de la comunidad chuj. Y que mi nombre, Pedro, en su idioma es Petul. Podré no ser maya. Pero abrazo el nombre con el mismo calor con el que me fue compartido. El esfuerzo es conectar esas múltiples Guatemalas, desde un anecdotario rincón.