Cuarto mundo (IV)
Estos últimos días los niños habían recogido todo, raspado hasta el fondo de la despensa, de tal forma que la hora del almuerzo ya no estaba más en nuestra casa, sino en la casa de los vecinos.
Los vecinos nos habían acogido sucesivamente, alimentándonos, y quejándose de la partida de mi marido. Atribuían la culpa a uno o al otro. Haciendo caso omiso del desempleo. Como si el hambre no iba a fastidiar nuestros intestinos. Como si la vergüenza no había aparecido.
Ahora desaparecía el silencio. Estábamos allí uno sentado y el otro parado. También yo sufrí—dijo el marido—. Y nosotros también —dijo la mujer—. Trabajé—dijo el hombre—. Entonces le dijo la mujer: ¿Tienes dinero? De repente comprendió la mujer que si él partía quedaría ella en su lugar, pero sin dinero. Que ella tendría que suplir todas las necesidades. Que ella tendría que pedir limosna aún cuando se negara a hacerlo, ya que los niños deben comer. Entonces, estalló en llanto. ¿Sabes que vendí una lata de arvejas para escribirte? Esa lata era un símbolo, el grito de la desesperación, el signo de apoyo que me había dado la vecindad. Venderla fue el símbolo de amor de una mujer para con su marido que deja con ello el sufrimiento y la vergüenza por un lado. De nuevo no hablábamos.
Habíamos dicho todo. Cualquier palabra sobraba. Cuando me despedí, sabía que él ya no se iba. Ahora el marido debe considerarse lo suficientemente fuerte para hacer caso omiso de las burlas de la vecindad porque cada uno se dio mutuamente amor.
En la puerta de la calle la niña de siete años no soltaba mi mano. Me apretaba la mano, para decirme gracias. Y yo pensé en la lata de arvejas vendida por un poco más de unos francos a fin de comprar un sello postal para escribir al hombre que había huido de su familia. Para pedirle que volviera, que era todavía amado. ¿Esta declaración de amor la habrán oído los patojos? Creo que no necesitábamos esta prueba y lo sabía, era evidente que nosotros sus padres nos queríamos”.
Se escucha la voz de una niña que dice: “Sueño que esta casa es mi castillo, es grande, grande, grande. Era un castillo en el que estamos todos, yo, mi hermana Monique, mi hermana Katherine, Sylvie, Corine, Natalie, mi madre y mi padre, y además mi abuela, mi abuelo, mis tías, mis tíos, se me olvidó decir mis tres tías, mi otra abuela, mi otro abuelo, y que mis tías pusieron guardianes para cuidar el castillo, la familia y también a otros guardianes.
Los niños están alrededor de Georgette, se pegan a ella y son como violetas que se unen al musgo. Once patojos. Jacques dice: Tengo frío, y Claudine dice: Es un fracaso. Lo que está mal es la ciudad que se destruye como barracas. Cada barraca que se destruye deja un vacío quedándose en su sitio sembrada sobre sí misma acumulando una gran cantidad de cachivaches, entre ellas láminas oxidadas, pedazos de madera, ripio y montón de basura. De este universo los niños tienen miedo. No hay que asombrase si estos niños detestan su ciudad. Felizmente está papá y mamá, los hermanos y las hermanas. Sin embargo, los patojos no siempre quieren a su familia en general. Continuará.