PERSISTENCIA

De nuestras raíces europeas

Margarita Carrera

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A veces, cuando hablamos abiertamente del influjo europeo sobre el mundo hispanoamericano y hacemos hincapié en que este es tan grande que para conocernos mejor a nosotros mismos hemos de compenetrarnos más de lo que es Europa, nos violentan enfáticos rechazos y, o se nos tilda de europeizantes o, más serio aún, se nos acusa de estar lejos de la realidad nacional y no interesarnos por ella.

Sin embargo, pensamos que más que europeizantes —mote que se viene usando a manera de culta afrenta—, somos europeos, sin dejar, por eso, de ser americanos y estar inmersos en nuestra realidad nacional que, como realidad, no puede descuidar esta nuestra faceta tan imponente.

Somos indígenas y también somos europeos, y no decimos españoles, porque la misma España rebasa sus fronteras.

Esto se ha dicho más de una vez, sobre todo ahora, cuando se debate, más que nunca, el problema de nuestra identidad íntimamente ligado con el problema de nuestra realidad nacional.

No solo somos continuación de una América precolombina, también somos continuación de una Europa, las cuales, a su vez, son continuación de otras culturas que las forjan, de manera sucesiva, hasta llegar al inicio de nuestra civilización. Lo que confirma lo dicho por Díaz-Plaja: “…dos palabras son en verdad incompatibles: la palabra espíritu y la palabra frontera”.

Siendo así, que tenemos derecho a la universalidad y no hay cultura a la que no podamos acudir sin menoscabo de nadie. Porque ninguna cultura (de afuera o de adentro) nos empobrece; todo lo contrario, nos enriquece y, ante todo, nos ayuda para que después de haber visto similitudes y diferencias tengamos conciencia de lo que somos y en dónde estamos.

De manera más categórica, Díaz-Plaja afirmó, en el I Congreso Internacional de Escritores de Lengua Española, que “es evidente que América es una consecuencia cultural de Europa y como alguien ha dicho certeramente, América vendría a ser definida como ‘la Obra Maestra de Europa’”.

Palabras que, sin duda, alarmarán a más de un americano que quiere defender su americaneidad, negando otra raíz que la nutra y fortalezca.

Porque América es un vasto continente en donde se continúan todas las formas de cultura, pero sobre todo, la europea y la indígena.

El texto que nos cita Díaz-Plaja, escrito lapidariamente en la Plaza de las Tres Culturas en México, es testimonio de que lo dicho ya ha sido aceptado:

“El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendida por Guatemoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota, fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el Mejico de hoy”.

Así como somos —en mayor o en menor grado, de acuerdo con clases sociales dentro de las que vivimos— indígenas somos también europeos; y el español, lengua europea, es la que forja uno de nuestros poderosos flancos culturales. En el otro flanco están la multitud de lenguas indígenas, provenientes del maya, que nos habita y que los lingüistas llaman “lenguas marginadas”.

Sin embargo, a estas “lenguas marginadas” nosotros las llamamos más bien “poemas alucinantes”, y como tales, han producido “alteraciones” o “innovaciones” —según sea visto con criterio de lingüista o de poeta— en la lengua española que se habla en Guatemala.

Luego agregábamos que la mayor comunicación que Guatemala ha logrado con el resto del mundo se ha realizado a través de la palabra, a través de esa lengua española, europea, ennoblecida con nuevo trino que le otorgan las lenguas indígenas.

Negar nuestra raíz europea es, pues, negar parte de nuestra realidad. Y negar que esa raíz, como raíz —fuente de vida, que no de muerte— nos sigue alimentando, nos parece totalmente desacertado y fuera de la identidad que nos empeñamos por alcanzar.

margaritacarrera1@gmail.com

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