TIEMPO Y DESTINO
Defensas para evitar el cambio
Las multitudinarias manifestaciones de protesta contra la corrupción en la Administración pública no están dirigidas solo a determinados funcionarios, señalados como responsables de la situación precaria que sufre la población, al borde de la hambruna y la desesperación. Se dirigen fundamentalmente al sistema político imperante.
No se incrimina a la licenciada Baldetti y a otros funcionarios por ser ellos quienes son, sino por lo que representan: un sistema político vicioso, sostenido mediante elecciones periódicas en las que corre dinero proveniente, en muchos casos, de actividades ilícitas.
Las mismas manifestaciones se habrían desarrollado si la vicepresidenta hubiese tenido otros nombres y apellidos, y hubiese sido militante de un partido político distinto al que hoy gobierna. Y no se habría hecho nada contra ella si la CICIG no hubiese descubierto que su secretario privado era el jefe de una organización de defraudadores fiscales, en el ramo de aduanas, que se apropió ilegalmente de muchos miles de millones de quetzales.
El movimiento cívico actual —impresionante, como nunca antes se había visto, salvo las manifestaciones contra la dictadura ubiquista—, aspira a que las cosas en Guatemala, por fin, cambien radicalmente en favor de todos; e inmediatamente aparecen defensas preconcebidas diseñadas para evitar el cambio.
“Está bien —dicen— que Roxana haya sido obligada a renunciar, porque muy pocos creen que es ajena a la red La Línea. Pero, ningún otro funcionario debe ser tocado porque se crearía un vacío de poder de consecuencias imprevisibles”.
Ese temor no tiene sentido, pues no puede tener esas consecuencias un proceso de sucesión contemplado en la Constitución Política de la República; ley fundamental que tiene normas claras para producir cambios pacíficos en la Presidencia, la Vicepresidencia de la República, y otras entidades gubernativas.
Acerca de eso, la historia de Guatemala es aleccionadora. Ningún derrumbe de parte o de todo el Gobierno ha producido vacíos de poder ni consecuencias imprevisibles, porque inmediatamente después de dimisiones o derrocamientos, las piezas del dominio político se recomponen y todo continúa igual, salvo casos muy excepcionales.
Lo que sí puede tener consecuencias no previstas es la resistencia al cambio cuando la población lo exige, como ha sucedido en varias ocasiones.
¿Por qué el pueblo ha salido esta vez a las calles, y seguramente volverá a salir? Porque los partidos políticos y la organización estatal le han fallado.
Los manifestantes, por eso, denuncian a una Administración moralmente disminuida y financieramente desposeída de todo poder para hacer frente con eficacia a los grandes problemas sociales de la población. Una Administración sin iniciativa, sin creatividad, sin ideas originales, limitada a copiar reformas hechas en otros lugares —que no responden a las características y necesidades propias de la Nación guatemalteca— en los órdenes laboral, fiscal, económico, educativo, policial y administrativo. Forma de comportamiento político que ha hundido a Guatemala en un mar de limitaciones, en el que se asfixian permanentemente sus esperanzas.
¿Qué han hecho por mejorar el país los líderes políticos que han ejercido las funciones públicas en las últimas décadas? Repetitivamente lo mismo que hicieron sus antecesores, siempre con un mismo acento justificativo: la escasez de fondos fiscales. Y, ¿cómo puede el Gobierno disponer de dinero para contribuir al desarrollo si una parte sustancial de los impuestos va a parar a manos particulares, mediante procedimientos ilícitos?
Pregunta esta que responderá a su tiempo la población, mientras intenta retomar su papel de árbitro de su propio destino. Una población, digo, que durante seis décadas estuvo a la defensiva del Gobierno y que ahora ha decidido lanzarse a la ofensiva.