LA ERA DEL FAUNO

Educando a papá

Juan Carlos Lemus @juanlemus9

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Era difícil sobrevivir a la escuela. Parecía que después de la primaria con su carga estudiantil y el dominio de los más fuertes sobre nosotros, los más débiles, no había nada más que soportar. Era suficiente peso, se suponía, pero lo más difícil siempre está por venir.

Entrar en la secundaria fue como salir de las brasas para entrar en las llamas. El cuerpo que se retuerce de ardores, el espíritu se hace humo: llega el amor no correspondido. Confundidos, con nuestras hormonas al punto, no sabíamos qué era real ni qué fantasía.

Al menos, eso me sucedió. La primaria era el ingenuo deseo de ser feliz, cuando las monjas eran protectoras con púas en los brazos que te dañan y te cuidan al mismo tiempo. Someter a un niño es muy sencillo. Como todos, yo era un niño tímido, aprendiz de obediente. Una bomba de caridad siempre a punto de estallar. Sí, mamá; sí, Madre Superiora. Sí, papá; sí, Padre. Sí, seño; sí, muchachos. Romper el cascarón te hace creer que ya entraste al mundo.

En aquellos espacios tutelares había flores para la Virgen María, vitrales viejos, pero siempre relucientes, murales con las imágenes del cielo y del infierno, una bóveda celeste con ángeles dibujada en una de las terrazas, esculturas de santos, papas, demonios y mártires; aquel flujo sagrado era un instructivo de a dónde ir, cómo vivir, qué hacer y qué no hacer en la vida.

Había la monja buena. Aquella que un día me sonrió, me acarició la cabeza y eso me sonrojó. Me mostró tanto amor con ese gesto que en mis ratos de existencialismo puro y duro la recuerdo con gratitud. Y había la monja mala que me pegó en la mitad de la cara, con su mano abierta. “Esto es normal. No hay nada qué hacer. Solo hay que resistir”. Así lo interpreté. Tuvieron que pasar años para que llegaran los primeros asomos de rebeldía.

En aquellos tiempos, las clases transcurrían con normalidad, con esa pesadez atormentadora de un aula en silencio. La historia de América. Colón y las carabelas. Había que memorizar los puntos geográficos, el lugar donde atracaron y los nombres de los reyes.

Colón era un hombre con gorro plano. En las fotos —para nosotros eran eso, fotos y no grabados— veíamos indígenas dándole la bienvenida a Colón. Tras él, un sacerdote calvo llevaba una cruz en la mano. Hombres con espadas y cascos como capirotes de cucuruchos. Así eran los orígenes de nuestra historia. Antes de eso, no había nada, solo indios harto salvajes corriendo entre la selva. En otra foto, los indios estaban arrodillados recibiendo la bendición. La santa madre iglesia los tomaba como sus hijos. Qué dicha, qué júbilo. Jubileo circular. La historia traía lo que hoy somos.

En una de esas, una mañana, nos daba clase la maestra cuando sentimos olor a popó. Era el compañero que no controlaba esfínteres. Era un olor denso, penetrante. Traspasaba como agujas que van directo al paladar, a la garganta, a todas las bocas de los estudiantes.

Recuerdo que la maestra gritó: “¡Otra vez, Quinteros!”. Espontáneamente, en esas circunstancias, hacíamos un amplio círculo alrededor del compañero, como si se tratara de un herido al centro de una plaza. Quinteros lloraba. No comprendíamos nada, ni el fondo de sus lágrimas ni por qué debíamos acudir cada cuanto a escenarios como ese. Lloraba, pero no con las lágrimas abiertas, sino cerradas, en silencio, con miedo. Pobre hombre, mi pobre amigo, qué te hiciste.

Hoy, me da por desempolvar la mente. Qué será de Quinteros, de la maestra, de los compañeros. Muchos de ellos están muertos. O son padres de familia, abuelos. A todos estos, un saludo desde el futuro.

@juanlemus9

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