PERSISTENCIA

El artista: monstruo viviente

Margarita Carrera

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Que en el mundo nadie inventa nada nuevo ni crea algo que antes no haya sido creado es una verdad tan evidente que a cada momento se demuestra. Sin embargo, sí existe lo inédito y único.

En literatura y arte en general: será el estilo, la configuración, la forma. Ello viene siendo el producto de un individuo que (repitiendo en sí mismo aquello que lo determina y lo enmarca dentro de una sociedad específica y siendo todos, es uno) es poseedor de una serie de cabalidades que lo hacen diferente; mencionemos: el sonido de su voz (pero esta cambia con las edades), lo mismo que la manera de caminar, de sonreír, de mirar, de comer, de dormir… Todo lo que delimita y configura a un ser y que ha venido llamándose “estilo”.

Esta breve reflexión (nada nueva, por cierto) viene a mi mente al leer (después de haberla oído) la ponencia “Una actitud ante la literatura y el arte”, que Bryce Echenique presentó en Caracas.

Fue el destino el que me jugó una de sus artimañas: verme reflejada —como en un espejo empañado— en aquel ser todo nervios, todo emoción, que temblando ante sí mismo y los demás, confesaba el peor de sus pecados: ser escritor, “monstruo viviente”, “vampiro” que le chupa la sangre a la vida, no tomándola en sí misma como un fin, sino como un medio para la creación literaria.

Bryce Echenique iba mucho más allá (lo cual hacía que no me viera mucho más acá). “El escritor, afirmaba, resulta para mí un amante del artificio y un monstro, al mismo tiempo. El escritor es esencialmente un mentiroso sofisticado.

Es también una especie de vampiro que viola y chupa la sangre de los seres que va encontrando en su camino, puesto que todo lo que ha observado lo utilizará tarde o temprano en sus libros…”. Todo ello dicho con voz temblorosa, manos temblorosas, mirada temblorosa.

Sentada a su lado, pues él me precedía en la lectura de ponencias, yo lo veía y me veía. Horrorizada y encantada al mismo tiempo.

Bueno, el encantamiento superaba al horror. Su temblor era más auténtico que mi serenidad. También yo había sostenido la teoría de que el escritor llega a impactarnos tanto más cuanto más enfermo esté y se sienta atraído por las tenebrosidades, el sufrimiento, el infierno.

Cerca de mí tenía a un monstruo consumado, un escritor agobiado por el sentimiento de culpa, un elegido, un enfermo que admitía que el escritor, al escapar de la vida y encerrarse dentro de los muros de su creación, era “también básicamente, un egoísta…” y que “El egoísmo se convierte en algo inevitable…”, ya que al encerrarnos en nuestro escritorio, le cerramos la puerta a la vida; por lo tanto, a los seres queridos que nos rodean.

Dejamos así “de ocuparnos de la vida; nos estaremos ocupando únicamente de una imagen, de un fantasma de la vida”.

El “monstruo” que habitaba en mí, esto es, la escritora, cobró presencia ante este alegato. Me oía cuando le oía decir que la creación literaria “…empuja al escritor a identificarse con el ángel y con el demonio, con la víctima y con el verdugo; es decir, con aquellos personajes de su obra que más admira y que más detesta…”.

Pero viendo a Bryce Echenique —que al mismo tiempo era yo y no era yo—, le compadecía y me compadecía. Él insistía en ser un vampiro; quienes lo escuchábamos no veíamos sino a un delicado ser humano, demasiado humano, que se culpaba por desempeñar el más humano de todos los oficios: el de artista, el de escritor. Que por tal culpa pedía —deshechos los nervios— ser condenado o absuelto.

Al final de la ponencia, él mismo se otorgó, sutilmente, la absolución. Para ello recurrió a las “obligaciones” no del escritor, sino “del público y la crítica ante un escritor”, verdaderos y únicos culpables del angustioso estado anímico del escritor.

margaritacarrera1@gmail.com

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